Fuentes históricas |
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Advertía Enrique Díez-Canedo (1927) ya en el momento de su publicación que Tirano Banderas no era una novela en clave: "Santa Fe de Tierra Firme no es México. A Tirano Banderas no se le puede poner un nombre determinado"; desde entonces buena parte de la crítica ha desarrollado la idea de que el lugar donde se sitúa la novela es una América en síntesis, en la que confluyen todas las variantes de la Lengua Española, todos los climas y paisajes de Latinoamérica, muchas de las culturas que poblaron el nuevo mundo; el universo de la novela ha sido sometido, como ha señalado Dru Dougherty (2003, p. 188) siguiendo un concepto del antropólogo Fernando Ortiz, a un "proceso de trasculturación". Ello no impide, sin embargo, que una buena parte de los esfuerzos hayan ido destinados a deslindar las posibles fuentes, esto es, los textos de los que Valle-Inclán pudo sacar algún motivo, alguna inspiración, un detalle, una historia o incluso un fragmento completo.
Por dos veces alude el narrador de la novela al testimonio de los cronistas de la Revolución de Tierra Caliente y no es difícil imaginar a don Ramón imbuido en la lectura de las obras que debían nutrir su imaginación. Poco despús de la publicación de la novela, Eduardo Gómez de Baquero notaba las similitudes entre Lope de Aguirre y Santos Banderas (así se lo comunicó por carta a Emiliano Jos, según informa éste en 1950); desde entonces, varios críticos han analizado los ecos que en la obra se perciben de las crónicas de Indias, algunas de las cuales habían sido publicadas en los primeros años del siglo XX (véase el apartado «La crítica ante Tirano Banderas. Intertextualidad» de esta «Introducción»). Junto a estos textos, Valle-Inclán debió de tener en cuenta diversos relatos de la Revolución Mexicana; algunos pudo escucharlos o leerlos directamente en México; otros tal vez se los proporcionó Alfonso Reyes a su regreso a España; de entre ellos, quizá pudo inspirarse, para la figura del tirano, en los retratos que de Porfirio Díaz hizo Salvador Quevedo y Zubieta, Porfirio Díaz. Ensayo de Psicología histórica y El Caudillo, ambos publicados en México y París en 1909; pudo conocer en el libro de Alfredo Breceda, México revolucionario. 1913-1917 (Madrid, 1920), los avatares de la insurrección mexicana; y tal vez del relato de Manuel Márquez Sterling, Los últimos días del Presidente Madero (Mi gestión diplomática en México) (La Habana, 1917), extrajo los entresijos y miserias del Honorable Cuerpo Diplomático.
Esa tarea de rastreo, cuando de Valle-Inclán se trata, es, sin embargo, doblemente compleja; no porque a estas alturas del siglo vayamos a dar crédito a las acusaciones de plagio que algunos contemporáneos miopes lanzaron sobre el escritor desde la publicación de sus primeras obras; sino porque la intertextualidad adquiere en la obra del gallego un sentido particular, habida cuenta de su carácter juguetón y de la constante voluntad paródica que su ironía proyecta sobre la Historia y la Literatura. Ese modo de proceder tenía, como ya señaló Ignacio Soldevila (1989), mucho que ver con la técnica del collage; y, por su parte, Dru Dougherty (2003, pp. 9-41) lo ha relacionado con la noción de palimpsesto propuesta por Genette; era tambión, además, como explicó el autor en 1930, un ejercicio de fidelidad:
En esta clase de obras históricas la dificultad mayor consiste en incrustar documentos y episodios de la época. Cuando el relato me da naturalmente ocasión de incrustar una frase, unos versos, una copla, un escrito de la época de la acción, me convenzo de que todo va bien. [...]
Cuando escribía yo la Sonata de primavera [...] incrusté un episodio romano de Casanova para convencerme de que mi obra estaba bien ambientada e iba por buen camino. El episodio se acomodaba perfectamente a mi narración. (Luis Calvo, «El día de... Don Ramón María del Valle-Inclán», ABC, 3-VIII-1930; en Entrevistas, conferencias y cartas, 1994, p. 434).
Perfectamente se acomodaba, por ejemplo, La juida, el cuento de Gerardo Murillo (Doctor Atl) que el autor incorpora al relato en la Quinta Parte de su novela (Quinta Parte, Libro Tercero, II); en esta ocasión Valle-Inclán irá incluso un paso más allá, pues no sólo reproducirá lo esencial del cuento, sino que nos enseña su proceso de creación, vuelve, a la manera de Velázquez, el espejo hacia sí mismo y nos presenta al propio Murillo, inesperado personaje de la novela, tomando las notas que le habían de servir para la elaboración de ese relato.
Es obvio, sin embargo, que, pese a las pretensiones de panamericanismo, en Santa Fe de Tierra Firme predominan los elementos mexicanos; era lógico si tenemos en cuenta que ésa fue la realidad que mejor conoció, directa e indirectamente, el escritor, y de ella, como ya se ha visto, extrajo el impulso, la energía —su irritación ante el comportamiento de España y de los gachupines para con la Revolución Mexicana— necesaria para convertirla en obra de arte. Ello no debe llevarnos, sin embargo, a las identificaciones directas o fáciles. En la figura de Santos Banderas, como el propio escritor había admitido, hallaremos tanto rasgos de Porfirio Díaz como de Victoriano Huerta; este último es descrito de forma recurrente por Márquez Sterling, a la sazón embajador de Cuba en México, con su vieja levita y sus espejuelos negros, una fisonomía que recuerda a las descripciones del dictador en la novela, y presentado como una síntesis de diferentes dictadores:
...era el prototipo del soldadote hispanoamericano de mediados del siglo XIX, con los escrúpulos del déspota de Bolivia, Melgarejo, la crueldad espeluznante del paraguayo Francisco Solano López y el talento de un táctico europeo. (Márquez Sterling, 1917, p. 300);
además del boliviano Mariano Melgarejo, tambión se ha señalado la similitud de Banderas con Lope de Aguirre, con el paraguayo Doctor Francia, cuya semejanza vio Paco Tovar (2003, pp. 1120-1121) y cuyo modelo pudo conocer el gallego tanto a través del clásico ensayo de Thomas Carlyle, El doctor Francia (1843), como de su visita a Paraguay en 1910; del argentino Rosas —ya se ha mencionado el influjo del Facundo de Sarmineto— y, por qué no, incluso del dominicano Ulises Heureaux; pero el Tirano de Santa Fe no es ninguno de ellos y lo que ante todo predomina es la capacidad de un escritor de sobrada imaginación y talento como para componer esa suerte de moderno Frankenstein.
De modo análogo, detrás de no pocos personajes de la ficción la crítica ha aventurado diversos modelos o referentes reales. El ranchero Filomeno Cuevas, líder de la revolución en Santa Fe de Tierra Firme, fue identificado primero por Extramiana (1967) con el periodista opositor Filomeno Mata; sin embargo, presenta bastantes similitudes tambión con la figura del general Álvaro Obregón, quien dejó su tranquila vida de ranchero para combatir las dictaduras de Orozco y Huerta; ya he mencionado el encendido elogio que en 1923 de él escribió, en carta a Alfonso Reyes, Valle-Inclán: durante su mandato presidencial Obregón aplicó buena parte de las reformas agrarias defendidas por la Revolución; y, poco despús de publicada la novela, el gallego subrayaba algunos rasgos de la personalidad del general que permiten identificarlo con las ideas que el personaje novelesco defiende en el «Prólogo» de Tirano Banderas:
...el arte militar en el fondo es esto: memoria geográfica, memoria histórica e imaginación. Con estas cualidades Obregón batió a todos los generales llamados cientificistas. —Buen militar. —Guerrero, mejor. [...] —Obregón es general, pero no militar de profesión. —General, en mexicano, no significa lo mismo que entre nosotros. Se llama generales a los hacendados que combaten al frente de sus peonadas y tiene el significado de jefe o patrón. Obregón era eso: un ranchero dedicado al trato de garbanzos, no muy rico, pero sí muy estimado y conocido en Sonora. Se echó al campo cuando supo el asesinato de Madero. (Paulino Masip, «Obregón, el Presidente de México, asesinado, visto por Valle-Inclán», Estampa, 24-VII-1928; en Entrevistas, conferencias y cartas, 1994, p. 382).
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Crítica de la tiranía |
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Quizá uno de los mayores logros de Valle-Inclán sea el modo en que, partiendo de esa realidad concreta, elevó su texto a una categoría general de la cual podía extraerse una consecuencia aplicable a muchas otras realidades, a ésas lamentablemente tan repetidas en América Latina y en España. Su crítica de la tiranía, de todas la tiranías, aun sin referirse a ninguna concreta o quizá por ello, convierte a Tirano Banderas en martillo de cualquier poder arbitrario y en ejemplo de todo movimiento revolucionario, como evidencia, según ha estudiado Josefa Bauló (2001) su recepción en el ámbito del neozapatismo.
Tal vez el mejor ejemplo sea la reacción, ya mencionada, de Martín Luis Guzmán a la novela de Valle-Inclán; en La sombra del caudillo (1929) el escritor mexicano, en respuesta a Tirano Banderas, concibió una dictadura mucho más próxima a la realidad de su país, una dictadura arraigada en la vida urbana de un México en transformación y un tirano que circula en Cadillac por la capital. Y es que, para Guzmán, la novela de Valle-Inclán, que el mexicano entendía exclusivamente como defensa del gobierno Obregón, había falsificado la realidad mexicana al mostrar la Revolución como liberadora de la tiranía, cuando, en opinión del escritor, esa misma Revolución había dejado paso a otros dictadores como Obregón o Calles (una lectura que, como se menciona más adelante, ha tenido algunas consecuencias críticas). En realidad, Guzmán atribuía a Tirano Banderas un sentido político —la defensa del mandato de Alvaro Obregón y la crítica de la actuación de la colonia española durante ese mandato— que, según creo, la novela sobrepasa (o no alcanza, si tenemos en cuenta que ésta concluye con el derrocamiento del Tirano). Si así fuera, ¿cómo se explicaría que, por ejemplo, Valle-Inclán hubiera prácticamente evitado criticar en su novela los intereses y el intervencionismo norteamericanos, fundamentales para entender cualquier proceso revolucionario en América Latina, o el triste papel que jugó la Iglesia Católica durante la Revolución Mexicana? Según mi modo de ver, en la Novela de Tierra Caliente se plantea, ni más ni menos, una reflexión acerca de las fuerzas que confluyen en el establecimiento y el derrocamiento de una dictadura; y no debe pensarse en dichas fuerzas tan solo como clases sociales en el sentido clásico del término; no, Valle-Inclán, pese a lo que pudiera decir en algunos momentos, nunca fue un bolchevique; Dougherty (1999), que analiza la situación revolucionaria de Santa Fe en el horizonte que abría, en los años de publicación de la novela, la difusión de las teorías hegelianas y marxistas sobre la Historia y comenta el interés que despertó en su autor la Revolución rusa —sobre todo por su componente agrario—, llega a afirmar que "la concepción del proletariado en Tirano Banderas está más cerca de un folletín de Víctor Hugo que de Das Kapital" (p. 121); en efecto, Valle-Inclán concibe la lucha de clases más bien como un choque de fuerzas de la naturaleza; de la naturaleza humana, pues se quedó en el tintero el cataclismo que debía azotar a Tierra Caliente.
El propio escritor definía en 1928 (G. Martínez Sierra, «Hablando con Valle-Inclán de él y de su obra», ABC, 7-XII-1928; en Entrevistas, conferencias y cartas, 1994, p. 395) los tres elementos que se enfrentaban en su novela y que, en cierto sentido (el cuarto, el negro, aparece fugazmente en el «Prólogo» de la obra), componían también la realidad latinoamericana: el criollo, el extranjero y el indio, cada uno de ellos representado en el texto por tres personajes; criollos son, dice el autor, el doctor Sánchez Ocaña, don Roque Cepeda y Filomeno Cuevas (a los que, tal vez, habría que añadir, junto a toda la corte de compadres, al Coronelito Domiciano de la Gándara y Nachito Veguillas); el bando se halla, pues, dividido entre la oposición a la tiranía —los tres primeros— y cuantos se benefician de ella; Domiciano de la Gándara sería emblema de aquellos militares acomodaticios y salvapatrias, que tanto daño han hecho a los países latinoamericanos y a España, y que Valle-Inclán ya satirizó en los tres esperpentos de Martes de carnaval.
Entre los extranjeros, explica el escritor, están don Celes Galindo, don Quintín Pereda y el Ministro de España —también la gaditana Cucarachita, dueña del prostíbulo—, gachupines todos ellos, a los que habría que sumar la turba gárrula y vocinglera del Casino Español y el Honorable Cuerpo Diplomático; aquellos tres personajes principales se reparten bastante bien la representación de la gachupia: el rico hacendado, don Celes, próximo al poder y que sueña con ser ministro en España; la pequeña burguesía comercial de abarroteros y prestamistas, rácana y miserable, representada por Quintín Pereda; y la responsabilidad histórica de la metrópoli, el Barón de Benicarlés, quien vive una ficción galante con —cómo no— un torero, y quien, además, adolece de la perspectiva exótica, romanticoide y falsa que generalmente se tiene desde España de las antiguas colonias; también duramente criticado aparece el comportamiento de las potencias extranjeras que supeditan su "humanitaria" protesta a las indemnizaciones económicas, representadas en la novela fundamentalmente por el Decano y Ministro Inglés, Sir Jonnes H. Scott, y satirizadas en la "importantísima" —tembló la montaña y parió un ratón— Nota que "acoseja el cierre de los expendios de bebida y exige el refuerzo de guardias en las Legaciones y Bancos Extranjeros" (Sexta Parte, Libro Tercero, IV).
El eje en torno al cual gira toda la novela es, sin duda, el indio, que ocupa en la historia los dos extremos y el centro, a quien los extranjeros desprecian y los criollos quieren redimir. Indio es Santos Banderas e indio el cholo a quien se azota al principio de la obra y al que Santos Banderas manda ejecutar al final; indio es, por supuesto, Zacarías el Cruzado. Hace ya algún tiempo, Dru Dougherty (1976), al analizar el sentido de la revolución en Santa Fe de Tierra Firme, constataba que la fuerza principal y mejor caracterizada de esa revolución, la que impulsaba a Zacarías el Cruzado, era la venganza; fuerza fundamental y destacada por Valle-Inclán a través de una imagen sostenida a lo largo de la novela: al principio de la misma, Zacarías promete revolucionar la feria de Santa Fe y liberar a las fieras (Prólogo, II); poco antes de su venganza, al pasar delante de los tigres con los restos de su chamaco, los animales rugen "con venteo de carne" (Cuarta Parte, Libro Sexto, VI); al final, cuando la revolución llega a Santa Fe, los tigres liberados por Zacarías campan a sus anchas por la ciudad (Séptima Parte, Libro Tercero, VI).
De hecho, la tiranía de Santos Banderas, heredera de la colonización española, ha alterado un orden natural que debe ser restablecido: la armonía del indio con su tierra, con su entorno. El tirano no confía en las posibilidades de su raza; con su sanguinaria represión amenaza con exterminarla, porque, a pesar de jugar hipócritamente la carta del nacionalismo, en realidad se somete a los intereses de las potencias extranjeras; así lo evidencia la sintonía entre el director de El criterio español, quien sugiere al Vate Larrañaga que presente el mitin revolucionario como una función de circo con loros amaestrados (Tercera Parte, Libro Segundo, VI), y el Tirano, que pregunta al jefe de policía acerca de la intervención de los loros (Segunda Parte, Libro Tercero, II); por ello, el ideario de la revolución en Santa Fe tiene por centro —y casi como ideal único— la redención del indio. Es muy significativo que, durante su segunda visita a México, Valle-Inclán repitiera en casi todos sus discursos una consigna primordial: la tierra debe ser para quien la trabaja. A su regreso a España, en febrero de 1922, en una conferencia pronunciada en el Ateneo de Madrid, aludía por extenso a la liberación de las razas indias americanas:
En la historia de nuestra colonización americana influyen los dos elementos: el semita africano, hecho virrey y soldado, y el cristiano latino [...], que llevan los "cogullas y togados, misioneros, intelectuales y juristas". Estos son los que aspiran a redimir al indio sometido, engañado y explotado. La división entre la luz latina y su sombra africana se marca en la misma historia revolucionaria de México. [...] Mas al otro lado del pacífico está Asia. China y el Japón se unen y florecen, y en el fondo obscuro y misterioso de América vibra silenciosamente Asia. El indio de América es asiático en su lengua y su cantar. [...] El Japón ha renunciado a sus derechos de indemnización en México. ¿Y quién sabe? Si el cristianismo latino de España no redime al indio y reivindica al amarillo, quizá el semblante asiático de América se vuelva ceñudo, y la faz resplandeciente sea la que mira hacia el Asia. (La Voz, 20 de febrero de 1922; en Dougherty, 1983, pp. 129-130);
ideas que, con más o menos retórica, repite el doctor Sánchez Ocaña en su discurso del Circo Harris (Segunda Parte, Libro Segundo, III y IV). No debe buscarse mucho más en el pensamiento político de estos revolucionarios; si analizamos las motivaciones de los dos líderes principales, Filomeno Cuevas y Roque Cepeda, nos sorprende la enorme sencillez de sus planteamientos teóricos. Filomeno Cuevas se mueve por un impulso voluntarista, por una intuición: ha visto la represión ejercida por la tiranía y tiene, en su tranquilidad burguesa, mala conciencia; su intención es "apagar la guerra con un soplo" (Prólogo, III), con un audaz golpe de mano sobre Santa Fe que, a pesar de estar en contra de toda teoría militar, acaba triunfando. Por su parte, Roque Cepeda siente la revolución como una tarea eminentemente religiosa, próxima al pensamiento teosofista, según explica a su compañero de celda y según veía Valle-Inclán la obligación de España en América, si bien su fracaso y el entorno prostibulario y circense en que aparecen las referencias ocultistas contribuyen, sin embargo, a su degradación e indican el distanciamiento del escritor con respecto a aquellos principios. Ambos personajes reúnen las dos facetas primordiales, a juicio del autor, de cualquier movimiento de liberación en América: un apóstol, un líder, casi un demiurgo —"mitos populares, no estrategas" (Prólogo, III)—, capaz de conducir las fuerzas naturales que siglos de represión y sumisión han silenciado, y un ideario cristiano de redención cuyo modelo sería la defensa que del indio hicieron algunos sectores de la Iglesia colonizadora; si bien se piensa, sin embargo, una de las dos facetas triunfa por encima de la otra en la novela, porque la buena voluntad de Roque Cepeda, quien ingenuamente acepta la tregua que el Tirano le propone, aparece traicionada por las artimañas hipócritas de Santos Banderas; el apóstol se evidencia como un pésimo revolucionario —si es que en algún momento aparece como tal— mientras Filomeno Cuevas triunfa como líder improvisado de la revolución; al fin y al cabo, como afirmó alguna vez Valle-Inclán, "la revolución no tuvo nunca hombres. [...] La revolución es vida y, por tanto, crea lo que le hace falta" (Francisco Lucientes, «¿Cómo será España bajo la futura Constitución?», El Sol, 20-XI-1931; en Entrevistas, conferencias y cartas, 1994, p. 483).
El derrocamiento y muerte de Santos Banderas abre, pues, una interrogante que la novela deja sin responder y que algunas interpretaciones críticas y versiones, teatrales o cinematográficas, han querido imponer al texto: ¿qué sucede despús de la muerte del Tirano? ¿Quión gestiona el triunfo de la revolución? ¿Qué modelo de sociedad se propone como alternativo? ¿Renace otro dictador de las cenizas de Santos Banderas? No lo sabemos, ni Valle-Inclán seguramente tampoco. No es eso lo que le interesa reflejar en su novela, sino exactamente lo que ha reflejado en ella. Todo lo demás no existe, queda, en todo caso, al arbitrio de la imaginación del lector, quien, por otra parte, tiene la última palabra. |
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