Bibliografías, recopilaciones y aspectos generales |
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Ni las páginas anteriores ni las notas al texto hubieran sido posibles sin el amplio interés que, desde el momento de su aparición, ha despertado Tirano Banderas entre la crítica y el público —no en vano fue elegida entre las diez mejores novelas españolas del siglo XX en un encuesta realizada por la revista Quimera (Barcelona, 214-215, 2002)— y que ha producido un nutrido acervo de publicaciones. Como no cabe incluir aquí una bibliografía exhaustiva de cuanto se ha escrito acerca de Valle-Inclán y Tirano Banderas, remito al amplio repertorio bibliográfico que elaboraron Javier Serrano Alonso y Amparo de Juan (1995) y que ha sido oportunamente actualizado por los mismos autores en el Anuario Valle-Inclán (2001, 2002, 2003, 2004, 2006, 2007, 2008, 2010, 2011, 2014 y 2016) y por Carme Alerm en la revista El Pasajero.
También resulta imprescindible hacer mención de las recopilaciones de artículos de prensa y epistolarios que han facilitado enormemente la reconstrucción tanto de las ideas literarias del escritor como del entorno social y literario de la novela, desde el libro pionero de Dru Dougherty (1983) a las antologías preparadas por Joaquín y Javier del Valle-Inclán (1994 y 2000), pasando por las recopilaciones de Juan Antonio Hormigón (1987 y 2006-2007) y Javier Serrano Alonso (1987 y 2012) y Amparo de Juan Bolufer (2013), ampliamente utilizados en esta «Introducción».
Finalmente, para concluir este apartado general de la bibliografía valleinclaniana, es necesario destacar unos cuantos trabajos imprescindibles que, de un modo o de otro, han contribuido a esta edición de Tirano Banderas: los estudios ya clásicos de Ricardo Gullón (1968), Antonio Risco, (19752 y 1977), Rodolfo Cardona y Anthony Zahareas (1982), José Rubia Barcia (1983), Dru Dougherty (1986), Robert Lima (1988), Luis Iglesias Feijoo (1988) o Carlos Jerez Farrán (1989); también otros más recientes que han aportado nuevos enfoques a la crítica valleinclaniana: los de Manuel Aznar Soler (1992), Amparo de Juan Bolufer (2000) y Dru Dougherty (2003), o la reciente biografía de Miguel Casado (2005); sin olvidar aquellos trabajos que han contribuido a ubicar la novelística del gallego en su contexto literario: las imprescindibles aportaciones de Darío Villanueva (1989 y 1991), Díaz Migoyo (1989) y el más reciente trabajo de Brigitte Magnien (2006).
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Primera recepción |
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La tradición bibliográfica acerca de Tirano Banderas se remonta a los días de su publicación; la aparición de una novela que tenía como tema central la lucha contra la tiranía no podía pasar desapercibida en la España de 1926; desde tres años antes el país estaba gobernado por el Directorio militar que presidía el general Primo de Rivera y durante ese tiempo Valle-Inclán se había destacado como uno de los intelectuales más críticos con la Dictadura, hecho que le supondría poco después el secuestro de La hija del capitán (1927) y una breve estancia en la cárcel Modelo de Madrid en abril de 1929. No es de extrañar, pues, que, como ha estudiado con minuciosidad Dru Doygherty (1995; 1999, pp. 51-62 y 91-110; y 2011, pp. 17-24), la publicación de la novela fuese esperada con espectación por una crítica que puso no poco énfasis en señalarla como la mejor del momento y por unos lectores ávidos de leer entre líneas las críticas a la tiranía primorriverista.
La reacción más generalizada fue, sin embargo, de perplejidad ante un texto que desconcertaba por su radical innovación. Lo primero que llamaba la atención era, naturalmente, la lengua literaria utilizada por el escritor, esa suerte de koiné que unificaba el habla de todas las zonas de América Latina. Las reacciones al respecto iban desde las de los más puristas que, como Cotarelo y Mori —Secretario de la Real Academia Española—, consideraban la novela como "una pura extravagancia" y acusaban al escritor de haber "destrozado" el idioma (El Sol, 24-XI-1934; lo recoge Ignacio Soldevila Durante, 1988), hasta las de algunos críticos latinoamericanos, como Rufino Blanco Fombona (1927) o Martín Luis Guzmán (1927), quienes, aun reconociendo la calidad de la novela, vieron en esa mezcla "arbitraria" un intento de colorismo costumbrista y de tipificación. Junto a la lengua literaria, sorprenden también a la crítica la falta de ubicación precisa de la historia, la estructura circular, la simultaneidad temporal, la brutalidad de las acciones, aspectos que, unidos al estupor que provocaron, subrayan la profunda ruptura que supuso la novela en el horizonte de expectativas del lector de 1926.
Hubo, sin embargo, quienes percibieron y saludaron dicha innovación como un hecho relevante. Para Eduardo Gómez de Baquero (1927) Tirano Banderas era "uno de los más fuertes libros del ilustre novelista", "una de las más osadas y valientes novelas de la época", y añadía como principales méritos del texto "la estilización literaria del sermo plebeyus" y la estructura basada en la "hábil yuxtaposición" de escenas; también a su peculiar estructura hacía referencia Pedro Sainz y Rodríguez (1927):
La construcción de esta novela es todo lo contrario del sistema de las que pudiéramos llamar "folletinescas", cortadas frecuentemente por largas tiradas de diálogo insignificante y casi monosilábico.
Tirano Banderas es una acción dramática distribuida en siete grandes actos, subdivididos en cuadros y encerrados todos en el ámbito que marcan en prólogo y el epílogo, que nos sirven de puntos de referencia para recoger el hilo de la acción, que se abre y se cierra con la misma visión cruel del indio castigado y enterrado hasta media cintura.
y, por su parte, Enrique Díez-Canedo (1927) subrayaba con gran agudeza el uso del objetivismo —que no de la objetividad— en la novela:
El arte de contar llega ahora, en Tirano Banderas, a la evidencia misma. Sus personas, sus acontecimientos, sus lugares, se crean a las pocas palabras que el narrador les dedique. Nada de antecedentes, de análisis. De lleno se entra en la acción. [...]
Cortada en cuadros breves enlazadas como historias de retablo, o para elegir imagen, en algo que el autor ha sabido evocar en otros momentos, como cartelón de feria [...], la narración de Tirano Banderas es viva, presente, esencial. [...]
No le vamos a confundir, a estas horas, con un simple naturalista [...]. Su arranque está en la realidad misma, pero no acaba —como no acaba ningún gran escritor— en la superficie de las cosas.
Además de los mencionados, en aquellos primeros años de vida editorial prestaron también su atención crítica a la obra que nos ocupa Antonio Espina (1927), R. Ruiz y Arias (1927), Ricardo Baeza (1927), Xavier Bóveda (1927), Mariano de Latorre (1927), Harriet V. Wishnieff (1928), César Barja (1928) y José A. Balseiro (1932), entre otros (véase una completa antología de esos textos en Dougherty, 2011).
La novela tuvo una inmediata traducción al inglés (1929) y otra al ruso (1931). En relación a la primera, Aurelio Pego (1930) se quejaba de la escasa promoción que, a pesar de la reseña que publicó The New York Times Book Review (Anónimo, 1929), se había hecho de ella. Con todo, en 1932 la Academia de la Lengua le negó el premio Fastenrath (v. Serrano Alonso, 2002, pp. 276-278); Valle-Inclán había presentado a esa convocatoria, junto a su novela de 1926, La Corte de los Milagros, pero el premio fue declarado desierto; en lo que a Tirano Banderas se refiere, uno de los académicos, obispo para más señas, opuso todo el peso de sus prejuicios estéticos y morales:
Por esa novela no se le podía dar el premio. No hablo yo de la forma correcta y justa del idioma, que un gran escritor como Valle-Inclán tiene bula para eso y mucho más... Pero una novela donde el embajador de España es... es..., no sé cómo decirle... Es... como no debe de ser jamás un hombre, no puede llevar el conforme de la Academia. Por encima de todo está el patriotismo. (César González Ruano, «Una hora en la Academia Española y media hora junto al lecho de don Ramón del Valle-Inclán», Blanco y Negro, 29 de mayo de 1932; en Entrevistas, conferencias y cartas, p. 507)
Lo cierto es que la obra fue, como señalaba la publicidad de El Sol, "un formidable éxito de librería" (3 de febrero de 1927) y el primero de febrero de 1927 un suelto del Heraldo de Madrid daba noticia de que estaba "en vía de agotarse la primera edición, y en reimpresión ya la segunda" (1 de febrero de 1927, p. 4). El propio Valle-Inclán comentaría en una entrevista que la novela se había vendido muy bien y que era "uno de los libros míos que han tenido más aceptación" («Don Ramón del Valle-Inclán da a la América española las primicias de su obra El ruedo español», Diario de la Marina, La Habana, 19 de abril de 1927; en Entrevistas, conferencias y cartas, p. 342); y durante el mes de junio de ese mismo año, un anuncio en El Sol recordaba la venta de diez mil ejemplares en el plazo de tres meses (Luis Fernández Cifuentes, 1982, p. 360-361). Efectivamente, agotada la primera edición, apareció, con pie de imprenta del 10 de diciembre de 1927, la segunda y definitiva, la última que Valle-Inclán tuvo ocasión de revisar.
En relación con dicho éxito de público, podría aplicársele a la novela el juicio que Gómez de Baquero forjó para ¡Viva mi dueño!: "Es uno de esos libros de las dos lecturas, que son a la vez para grandes públicos y para lectores selectos" (El Sol, 1 de noviembre de 1928; cit. por Fernández Cifuentes, 1982, p. 361). Dru Dougherty (1994, n. 18 y 2011, pp. 159-161) recoge una nota de López Martín en Nuevo Mundo (4 de febrero de 1927) en la que se hace hincapié en el cambio de actitud de Valle-Inclán, quien "se dedica actualmente a escribir para el gran público, para la sistemáticamente despreciada muchedumbre".
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Tirano Banderas y América |
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Tras la muerte del escritor en enero de 1936, el advenimiento de la guerra civil y la dictadura de Franco van a diluir esa interesante discusión acerca de la novela. A lo largo de la década de los treinta se hicieron dos reediciones de la misma, ambas en plena guerra civil, la de Espasa-Calpe de 1937, y la de Nuestro Pueblo —la editorial que dirigía el otrora redactor de El Estudiante, Rafael Giménez Siles— de 1938, que contenía un prólogo de Enrique Díez-Canedo (recogido en Dougherty, 2011, pp. 188-192).
Aunque, como se menciona más abajo, la novela, a pesar de la censura franquista, pudo publicarse en ediciones minoritarias —e incluso el primogénito del escritor llegó a afirmar que era una de las lecturas favoritas de aquel iletrado tirano (v. Manuel L. Abellán, 1995)— tanto la recepción en España como el debate crítico, como tuve ocasión de estudiar en otros trabajos (Rodríguez, 1995 y 2001), se vieron condicionados por la falta de libertad.
No es de extrañar, pues, que, con honrosas excepciones, las primeras aportaciones críticas procedieran del ámbito intelectual del exilio republicano y del hispanismo internacional. Tal vez por ese motivo, aquellos estudios pioneros se centraron muchas veces en analizar los múltiples vínculos de esta obra valleinclaniana con América Latina y en indagar acerca de sus no menos complejas relaciones intertextuales. Entre los primeros, merece la pena destacar los trabajos de David Lagmanovich (1955), Seymour Menton (1960), Enrique Barco Teruel (1963), Jorge Campos (1966), Susana I. de Yurkievich (1967) o Manuel Durán (1974), cuyos análisis han sido después seguidos por Thomas R.Franz (1987), Arcelia Lara Covarrubias y Sonia Netzahualcóyotl (1999) y, más recientemente, Dru Dougherty (2000; también recogido en 2003, pp. 180-197).
También el estudio del léxico americano en la novela ha contado con las importantes aportaciones de Ignacio Soldevila Durante (1988), Antonio M.Garrido Moraga (1982) y Glòria Claveria Nadal y Carlos Sánchez Lancis (1995), que completan el útil glosario que Alonso Zamora Vicente incluyó en su ya clásica edición de la novela (1978).
El conocimiento de las circunstancias históricas y biográficas de los viajes de Valle-Inclán a América se ha ido enriqueciendo en las últimas décadas con un buen número de aportaciones que completan el panorama general de aquellas aventuras transoceánicas; de ese modo, a la recopilación de artículos que bien temprano hizo William L. Fichter (1952) de las publicaciones periodísticas anteriores a 1895, siguieron, por lo que a México respecta, los imprescindibles estudios de Robert Lima (1970) —en cuya pista se sitúa el trabajo posterior de Iris Zavala (1987)— y Dru Dougherty (1979), que Luis Mario Schneider (1992) y María Fernanda Sánchez-Colomer (2002 y 2002) han ido completando más recientemente. Por otra parte, muy útil para contextualizar esa vinculación de Valle-Inclán con la revolución mexicana resulta el estudio de Almudena Delgado Larios (1993).
En relación con dicho tema, parece ya hoy aclarada la cuestión del controvertido prólogo al libro de Ramón J. Sender, El problema religioso en México. Católicos y cristianos (Madrid, Cénit, 1928); aunque como testimonio de apoyo a la editorial Valle-Inclán firmó el texto, parece generalmente aceptado que no fue escrito por el gallego; acerca de la autoría del mismo se han publicado opiniones divergentes: José Esteban y Gonzalo Santonja (1988, p. 21; también Santonja, 1989, p. 12), antes de reproducir el texto a nombre de Valle-Inclán, lo atribuyeron primero "a los editores, a Rafael Giménez Siles en concreto"; Pelai Pagés (1983), sin embargo, aportó el testimonio y defendió la autoría de otro de los editores de Cénit, Juan Andrade, miembro fundador del Partido Comunista y de Izquierda Comunista, una tesis a la que también ha acabado por sumarse Gonzalo Santonja (2003, p. 92); Pepe Gutiérrez, en su semblanza de Andrade, ha señalado, para reforzar esta idea, que el político fue "muy amigo de Don Ramón María".
Menos atendidas —si bien no por ello menos interesantes— han sido las escalas que durante ese segundo viaje a México realizó Valle-Inclán en Cuba y los Estados Unidos, aunque gracias a los trabajos de Salvador Bueno (1955) y, sobre todo, Margarita Santos Zas (2001 y 2005) disponemos hoy de bastante información acerca del paso del escritor gallego por la mayor de las Antillas. De regreso a España de aquel tercer viaje americano, el escritor pasó por Nueva York, una escala sobre la que ha arrojado un poco más de luz un trabajo de Rodolfo Cardona (2006).
En cuanto a la relación de Tirano Banderas con la literatura latinoamericana, la mayor parte de los trabajos se han centrado en definir los vínculos de aquélla con la denominada "novela de dictador"; desde el trabajo inicial de Giuseppe Bellini (1970; refundido en 2000), otros muchos investigadores se han dedicado a analizar el papel de la novela de Valle-Inclán en esa tradición: desde el trabajo comprensivo de Bernardo Subercaseaux (1980) hasta el reciente de Paco Tovar (2003), que analiza la relación de Santos Banderas con el Doctor Francia de Yo el supremo, pasando por el acertado giro que dio a la cuestión Juan Bruce Novoa (1988), y los estudios comparativos de Marie Madeleine Gladieu (1986), Ricardo Díez (1988), Manfred Tietz (1988), José L. Sánchez Ferrer (1995), Eduardo Calvillo (1999), Miguel Ángel Rebollo (1999), Ricardo Krauel (2001), Óscar Mavila Marquina (2001) y José Antonio Baujín (2005). Una aportación original, dentro de esta línea crítica, es la planteada por Josefa Bauló Domènech (2001).
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Intertextualidad |
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La intertextualidad practicada por Valle-Inclán en su Novela de Tierra Caliente estimuló desde muy temprano el estudio de las referencias y fuentes que pudo manejar el escritor. Además del ya mencionado trabajo de Emiliano Jos (1950), un buen número de críticos se ha dedicado al rastreo de posibles influencias. De ese modo, Juan Ignacio Murcia (1950) fue el primero en mencionar la deuda de Valle-Inclán con dos crónicas de indias, la Jornada del río Marañón de Toribio de Ortiguera, y Relación verdadera de todo lo que sucedió en la jornada de Omagua y Dorado de Francisco Vázquez (ambas recogidas en Historiadores de Indias, 1909, pp. 305-422 y 423-484 respectivamente, donde pudo leerlas Valle-Inclán; también en Lope de Aguirre: Crónicas, 1559-1561, 1981), una línea de trabajo que, entre otras muchas, desarrollaría tiempo después Emma Susana Speratti-Piñero (1953 y 1968) y que Joseph H. Silverman (1960 y 1968) había matizado al señalar el probable filtro de Los marañones (1913). Desde entonces, los descubrimientos se han venido sucediendo: José Extramiana (1967) apuntó posibles modelos para los personajes de Filomeno Cuevas, Roque Cepeda, Doroteo Rojas, al tiempo que analizaba las coincidencia de algunos parlamentos de Santos Banderas con las declaraciones de Porfirio Díaz al periodista norteamericano Creelman; Allen W. Phillips (1967) nos iluminó acerca de los "ecos intencionados" de la poesía de Rubén Darío en la obra; David Bary (1969) señaló la semejanza del Ministro de España con las descripciones que en otros textos hace el escritor gallego de Isabel II, mientras Ernest C. Rehder (1981) apuntó a la relación del personaje con Mariano Roca de Togores y comparó poco después la novela de Valle-Inclán con un ensayo de Blasco Ibáñez (1988), al tiempo que Dru Dougherty (1998) mencionaba el paralelismo entre Benicarlés y el Ministro de España retratado por Emiliano Ramírez Ángel en su novela Las noches del trópico (1923) y documentaba la lectura de Sarmiento por parte del gallego (1994). Finalmente, el recuento de las relaciones intertextuales se ha completado en los últimos años con los trabajos de Teresa Huerta (1995), de José Luis De la Fuente (1995), de Manuel Vidal Villaverde (1996), de Luis T. González del Valle (2001) y de Paz Battaner Arias (2003), sin olvidar las muchas aportaciones que al respecto —y en otros muchos temas— incluye Gonzalo Díaz Migoyo en su imprescindible Guía de Tirano Banderas (1985).
Algunos críticos se han detenido a analizar la relación de la novela de Valle-Inclán con otras manifestaciones artísticas; además del trabajo ya mencionado de José Luis de la Fuente, tanto Ignacio Soldevila Durante (1989), como Nicole Schmölzer (1997) y Dru Dougherty (1999, pp. 183-199) han estudiado las similitudes que la obra presenta con la plástica cubista (Schmölzer, además, la vincula con las aplicaciones literarias que del cubismo hizo Carl Einstein). Por otra parte, las adaptaciones teatrales y cinematográfica de la novela han sido trabajadas, las primeras, por el Taller de Investigaciones Valleinclanianas (1995) y Luis T. González del Valle (2007), y la segunda por Amparo De Juan Bolufer, (2001).
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Técnicas narrativas |
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En lo que a las cuestiones formales se refiere, a partir del desarrollo de las teorías estructuralistas y desde la década de los sesenta, la aplicación de las nuevas herramientas de la crítica ofreció perspectivas inéditas a la elaborada composición de la novela y al mosaico de técnicas narrativas que en ella utiliza Valle-Inclán. Desde los trabajos pioneros de Juan Villegas (1967a y 1967b), Ricardo Gullón (1968) y Oldřich Bělič (1969), un buen número críticos han intentado dilucidar los problemas estructurales de la novela, entre ellos Robert M. Scari (1980), Gloria Baamonde Traveso (1983), Antonio Alonso (1986), Gonzalo Díaz Migoyo (1988), Luis González del Valle (1993) y Raúl Marrero-Fente (2002).
Un análisis pormenorizado de las técnicas narrativa utilizadas por Valle-Inclán en su novela de 1926 puede encontrarse en el libro de Amparo de Juan Bolufer (2000, pp. 327-352) y en el trabajo de María José Alonso Veloso (2000); por su parte, Dru Dougherty (1999, pp. 74-86) analiza la multiplicidad de discursos y funciones narrativas como una de las principales innovaciones de la novela, en la línea ya planteada por Ramón Pérez de Ayala en Belarmino y Apolonio (1921), y desvela la mano oculta del narratario en la configuración de los paratextos (2004).
En cuanto al tratamiento de los espacios, conviene destacar los análisis minuciosos de Teresa J. Kirschner (1981 y 1982) y el trabajo de Juan Antonio González Vera (1999), quien destaca la teatralidad que caracteriza a la mayor parte de aquéllos.
Para terminar con las cuestiones formales de la novela, habrá que añadir la aplicación que a la misma hace Mary K. Addis (1992) de las teorías de Mijail Bajtin y el estudio sobre la ironía y la sátira que realizara Pamela Finnegan Smith (1986). En relación con la cuestión del esperpento, Victor Ouimette (1989) interpretaba el episodio de la muerte del hijo de Zacarías como una excepción en el proceso de esperpentización de la novela, mientras, por el contrario, Juan Rodríguez (1995) veía en el antipatetismo del indio una faceta más de la concepción espentizadora de Valle-Inclán.
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Interpretación |
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La interpretación de la obra ha despertado una mayor y fructífera controversia; ya en la década de los setenta tanto Susan Kirkpatrick (1975) como Dru Dougherty (1976) se preguntaban acerca del sentido que el autor quería imprimir a la insurrección en Santa Fe de Tierra Firme; si la primera, además de analizar las implicaciones socio-históricas de la estructura de la novela, destacaba la "elección moral" que implicaba el levantamiento de Filomeno Cuevas, el segundo veía la rebelión más como una fuerza ciega de la naturaleza que como un proyecto político consolidado; por su parte Ricardo Gullón (1968) analizaba la circularidad de la obra como un síntoma de pesimismo y, en esa misma línea argumental, González del Valle (1993) sobreinterpreta la "crueldad" de las tropas del ranchero para devaluar la moral revolucionaria de Filomeno y anticipar, más allá del texto, la continuidad de la tiranía; más recientemente Dougherty (1999, pp. 124-128) ha relacionado ese final abierto con la reticencia de Valle-Inclán ante las ideologías totalizadoras de su tiempo y Christina Karageorgou-Bastea (2004) vislumbra la ambigüedad política de la novela en sus marcas discursivas. Se han aproximado también a las lecturas socio-históricas y políticas que ofrece la novela Sol Villaceque (1986), Luisa Elena Delgado (1992) y Roberta Johnson (1993).
Para concluir con esta revisión de la crítica valleinclaniana, conviene mencionar algunos estudios destacados sobre aspectos más concretos, como el de Virginia Milner Garlitz (1974, 2000), quien analiza las ideas de Roque Cepeda en el marco del teosofismo y su relación tanto con la estructura de la novela como con el desenlace de la misma; y otros más generales como la guía de lectura que, hace ya algunos años, publicara Verity Smith (1971). |
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