Ramón del Valle-Inclán
Tirano Banderas. Novela de Tierra Caliente

Índice




Cuarta Parte
Amuleto nigromante

Libro Sexto
«La mangana»


I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII


I
     Zacarías el Cruzado, luego de atracar el esquife en una maraña de bejucos, se alzó sobre la barca, avizorando el chozo. La llanura de esteros y médanos, cruzada de acequias y aleteos de aves acuáticas, dilatábase con encendidas manchas de toros y caballadas, entre prados y cañerlas. La cúpula del cielo recogía los ecos de la vida campañera en su vasto y sonoro silencio. En la turquesa del día orfeonaban su gruñido los marranos. Lloraba un perro, muy lastimero. Zacarías, sobresaltado, le llamó con un silbido. Acudió el perro zozobrante, bebiendo los vientos, sacudido con humana congoja: Levantado de manos sobre el pecho del indio, hociquea lastimero y le prende del camisote, sacándole fuera del esquife. El Cruzado monta el pistolón y camina con sombrío recelo: Pasa ante el chozo abierto y mudo: Penetra en la ciénaga: El perro le insta, sacudidas las orejas, el hocico al viento, con desolado tumulto, estremecida la pelambre, lastimero el resuello: Zacarías le va en seguimiento. Gruñen los marranos en el cenagal. Se asustan las gallinas al amparo del maguey culebrón. El negro vuelo de zopilotes que abate las alas sobre la pecina se remonta, asaltado del perro. Zacarías llega: Horrorizado y torvo, levanta un despojo sangriento. ¡Era cuanto encontraba de su chamaco! Los cerdos habían devorado la cara y las manos del niño: Los zopilotes le habían sacado el corazón del pecho. El indio se volvió al chozo: Encerró en un saco aquellos restos, y con ellos a los pies, sentado a la puerta, se puso a cavilar. De tan quieto, las moscas le cubrían y los lagartos tomaban el sol a su vera.

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II
     Zacarías se alzó con oscuro agüero: Fue al metate, volteó la piedra, y descubrió un leve brillo de metales. La papeleta del empeño, en cuatro dobleces, estaba debajo. Zacarías, sin mudar el gesto de su máscara indiana, contó las nueve monedas, se guardó la plata en el cinto y deletreó el papel: «Quintín Pereda. Préstamos. Compra-Venta». Zacarías volvió al umbral, se puso el saco al hombro y tomó el rumbo de la ciudad: A su arrimo, el perro doblaba rabo y cabeza. Zacarías, por una calle de casas chatas, con azoteas y arrequives de colorines, se metió en los ruidos y luces de la feria: Llegó a un tabladillo de azares, y en el juego del parar apuntó las nueve monedas: Doblando la apuesta, ganó tres veces: Le azotó un pensamiento absurdo, otro agüero, un agüero macabro: ¡El costal en el hombro le daba la suerte! Se fue, seguido del perro, y entró en un bochinche: Allí se estuvo, con el saco a los pies, bebiendo aguardiente. En una mesa cercana comía la pareja del ciego y la chicuela. Entraba y salía gente, rotos y chinitas, indios camperos, viejas que venían por el centavo de cominos para los cocoles. Zacarías pidió un guiso de guajolote, y en su plato hizo parte al perro: Luego tornó a beber, con la chupalla sobre la cara: Trascendía, con helada consciencia, que aquellos despojos le aseguraban de riesgo: Presumía que le buscaban para prenderle, y no le turbaba el menor recelo, una seguridad cruel le enfriaba: Se puso el costal en el hombro, y con el pie levantó al perro:
     –¡Porfirio, visitaremos al gachupín!.

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III
     Se detuvo y volvió a sentarse, avizorado por el cuchicheo de la pareja lechuza:
     –¿No alargará su plazo el Señor Peredita?
     –¡Poco hay que esperar, mi viejo!
     –Sin el enojo con la chinita hubiera estado más contemplativo.
     Zacarías, con la chupalla sobre la cara y el costal en las rodillas, amusgaba la oreja. El ciego se había sacado del bolsillo un cartapacio de papelotes y registraba entre ellos, como si tuviese vista en el luto de las uñas:
     –Vuelve a leerme las condiciones del contrato. Alguna cláusula habrá que nos favorezca.
     Alargábale a la chamaca una hoja con escrituras y sellos:
     –¡Taitita, cómo soñamos! El gachupín nos tiene puesto el dogal.
     –Repasa el contrato.
     –De memoria me lo sé. ¡Perdidos, mi viejo, como no hallemos modo de ponernos al corriente!
     –¿A cuánto sube el devengo?
     –Siete pesos.
     –¡Qué tiempos tan contrarios! ¡Otras ferias siete pesos no suponían ni tlaco! ¡La recaudación de una noche como la de ayer superaba esa cantidad por lo menos tres veces!
     –¡Yo todos los tiempos que recuerdo son iguales!
     –Tú eres muy niña.
     –Ya seré vieja.
     –¿No te parece que insistamos con un ruego al Señor Peredita? ¡Acaso exponiéndole nuestros propósitos de que tú cantes lueguito en conciertos!... ¿No te parece bien volver a verle?
     –¡Volvamos!
     –Lo dices sin esperanza.
     –Porque no la tengo.
     –¡Hija mía, no me das ningún consuelo! ¡El Señor Peredita también tendrá corazón!
     –¡Es gachupín!
     –Entre los gachupines hay hombres de conciencia.
     –El Señor Peredita nos apretará el dogal sin compasión. ¡Es muy ruin!
     –Reconoce que otras veces ha sido más deferente... Pero estaba muy tomado de cólera con aquella chinita, y no debía faltarle razón cuando la pusieron a la sombra.
     –¡Otra que paga culpas de Domiciano!

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IV
     Zacarías se movió hacia la mustia pareja. El ciego, cerciorado de que la niña no leía el papel, lo guardaba en el cartapacio de hule negro. La cara del lechuzo tenía un gesto lacio, de cansina resignación. La niña le alargaba su plato al perro de Zacarías. Insistió Velones:
     –¡Domiciano nos ha fregado! Sin Domiciano, Taracena estaría regentando su negocio y podría habernos adelantado la plata, o salido garante.
     –Si no lo rehusaba.
     –¡Ay, hija, déjame un rajito de esperanza! Si me lo autorizases, pediría una botella de chicha. ¡No me decepciones! La llevaremos a casa y me inspiraré para terminar el vals que dedico a Generalito Banderas.
     –¡Taitita, querés vos poneros trompeto!
     –Hija, necesito consolarme.
     Zacarías levantó su botella y llenó los vasos de la niña y el ciego:
     –Jalate no más. La cabrona vida sólo así se sobrelleva. ¿Qué se pasó con la chinita? ¿Fue denunciada?
     –¡Qué chance!
     –Y la denuncia ¿la hizo el gachupín chingado?
     –Para no comprometerse.
     –¡Está bueno! Al Señor Peredita dejátelo vos de mi mano.
     Cargó el saco y se caminó con el perro a la vera, el alón de la chupalla sobre la cara.

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V
     El Cruzado se fue despacio, enhebrándose por la rueda de charros y boyeros que, sin apearse de las monturas, bebían a la puerta del bochinche: Inmóvil el gesto de su máscara verdina, huraño y entenebrecido, con taladro doloroso en las sienes, metiose en las grescas y voces del real, que juntaba la feria de caballos. Cedros y palmas servían de apoyo a los tabanques de jaeces, facones y chamantos. Se acercó a una vereda ancha y polvorienta, con carros tolderos y meriendas: Jarochos jinetes lucían sus monturas en alardosas carreras, terciaban apuestas, se mentían al procuro de engañarse en los tratos. Zacarías, con los pies en el polvo, al arrimo de un cedro, calaba los ojos sobre el ruano que corría un viejo jarocho. Tentándose el cinto de las ganancias, hizo seña al campero:
     –¿Se vende el guaco?
     –Se vende.
     –¿En cuánto lo ponés, amigo?
     –Por muy bajo de su mérito.
     –¡Sin macanas! ¿Querés vos cincuenta bolivianos?
     –Por cada herradura.
     Insistió Zacarías con obstinada canturía:
     –Cincuenta bolivianos, si querés venderlo.
     –¡No es pagarlo, amigo!
     –Me estoy en lo hablado.
     Zacarías no mudaba de voz ni de gesto: Con la insistencia monótona de la gota de agua, reiteraba su oferta. El jarocho revolvió la montura, haciendo lucidas corvetas:
     –¡Se gobierna con un torzal! Mirále la boca y verés vos que no está cerrado.
     Repitió Zacarías con su opaca canturía:
     –No más me conviene en cincuenta bolivianos. Sesenta con el aparejo.
     El jarocho se doblaba sobre el arzón sosegando al caballo con palmadas en el cuello. Compadreó:
     –Setenta bolivianos, amigo, y de mi cuenta las copas.
     –Sesenta con la silla puesta, y me dejás la reata y las espuelas.
     Animose el campero, buscando avenencia:
     –¡Sesenta y cinco! ¡Y te llevas, manís, una alhaja!
     Zacarías posó el saco a los pies, se desató el cinto y, sentado en la sombra del cedro, contó la plata sobre una punta del poncho. Nubes de moscas ennegrecían el saco, manchado y viscoso de sangre. El perro, con gesto legañoso, husmeaba en torno del caballo. Desmontó el jarocho. Zacarías ató la plata en la punta del poncho y, demorándose para cerrar el ajuste, reconoció los corvejones y la boca del guaco: Puesto en silla cabalgó probándolo en cortas carreras, obligándole de la brida con brusco arriende, como cuando se tira al toro la mangana. El jarocho, en la linde de la polvorienta estrada, atendía al escaramuz, sobre las cejas la visera de la mano. Zacarías se acercó, atemperando la cabalgada:
     –Me cumple.
     –¡Una alhaja!
     Zacarías desató la punta del poncho, y en la palma del campero, moneda a moneda, contó la plata:
     –¡Amigo, nos vemos!
     –¿No vos caminarés mero mero sin mojar el trato?
     –Mero mero, amigo. Me urge no dilatarme.
     –¡Vaya chance!
     –Tengo que restituirme a mi pago. Queda en palabra que trincaremos en otra ocasión. ¡Nos vemos, amigo!
     –¡Nos vemos! Compadrito, coidame vos del ruano.
     El real de la feria tenía una luminosa palpitación cromática. Por los crepusculares caminos de tierra roja ondulaban recuas de llamas, piños vacunos, tropas de jinetes con el sol poniente en los sombreros bordados de plata. Zacarías se salió del tumulto, espoleando, y se metió por Arquillo de Madres.

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VI
     Zacarías el Cruzado se encubría con el alón de la chupalla: Una torva resolución le asombraba el alma, un pensamiento solitario, insistente, inseparable de aquel taladro dolorido que le hendía las sienes. Y formulaba mentalmente su pensamiento, desdoblándolo con pueril paralelismo:
     –¡Señor Peredita, corrés de mi cargo! ¡Corrés de mi cargo, Señor Peredita!
     Cuando pasaba ante alguna iglesia se santiguaba. Los tutilimundis encendían sus candilejas, y frente a una barraca de fieras sintió estremecerse los flancos de la montura: El tigre, con venteo de carne y de sangre, le rugía levantado tras los barrotes de la jaula, la enfurecida cabeza asomada por los hierros, los ojos en lumbre, la cola azotante: El Cruzado, advertido, puso espuelas para ganar distancia: Sobre la fúnebre carga que sostenía en el arzón, había dejado caer el poncho. El Cruzado se aletargaba en la insistencia monótona de su pensamiento, desdoblándolo con obstinación mareante, acompasado por el latido neurálgico de las sienes, sujeto a su ritmo de lanzadera:
     –¡Señor Peredita, corrés de mi cargo! ¡Corrés de mi cargo, Señor Peredita!
     Las calles tenían un cromático dinamismo de pregones, guitarros, faroles, gallardetes. En el marasmo caliginoso, adormecido de músicas, acoheteaban repentes de gritos, súbitas espantadas y tumultos. El Cruzado esquivaba aquellos parajes de mitotes y pleitos. Ondulaba bajo los faroles de colores la plebe cobriza, abierta en regueros, remansada frente a bochinches y pulperías. Las figuras se unificaban en una síntesis expresiva y monótona, enervadas en la crueldad cromática de las baratijas fulleras. Los bailes, las músicas, las cuerdas de farolillos, tenían una exasperación absurda, un enrabiamiento de quimera alucinante. Zacarías, abismado en rencorosa y taciturna tiniebla, sentía los aleteos del pensamiento, insistente, monótono, trasmudando su pueril paralelismo:
     –¡Señor Peredita, corrés de mi cargo! ¡Corrés de mi cargo, Señor Peredita!

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VII
     Iluminaba la calle un farol con el rótulo de la tienda en los vidrios: «Empeñitos de Don Quintín». El tercer vidrio estaba rajado, y no podía leerse. Las percalinas rojas y gualdas de la bandera española decoraban la puerta: «Empeñitos de Don Quintín». Dentro, una lámpara con enagüillas verdes alumbraba el mostrador. El empeñista acariciaba su gato, un maltés vejete y rubiales que trascendía el absurdo de parecerse a su dueño. El gato y el empeñista miraron a la puerta, desdoblando el mismo gesto de alarma. El gato, arqueándose sobre las rodillas del gachupín, posaba el terciopelo de sus guantes en dos simétricos remiendos de tela nueva. El Señor Peredita llevaba manguitos, tenía la pluma en la oreja y, sobre la misma querencia, el seboso gorrete que años pasados la niña bordó en el colegio:
     –¡Buenas noches, patrón!
     Zacarías el Cruzado —poncho y chupalla, botas de potro y espuelas—, encorvándose sobre el borrén, adelantaba por la puerta medio caballo. El honrado gachupín le miró con cicatera suspicacia:
     –¿Qué se ofrece?
     –Una palabrita.
     –Ata el guaco en la puerta.
     –No tiene doma, patrón.
     El Señor Peredita pasó fuera del mostrador:
     –¡Veamos qué conveniencia traes!
     –¡Conocernos, patrón! Es usted muy notorio por mis pagos. ¡Conocernos! Sólo a ese negocio he acudido a la feria, Señor Peredita.
     –Tú has jalado más de la cuenta y es una sinvergüenzada venir a faltar a un hombre provecto. Camínate no más, antes que con una voz llame al vigilante.
     –Señor Peredita, no se sobresalte. Tengo que recobrar una alhajita.
     –¿Traes el comprobante?
     –¡Véalo no más!
     El Cruzado, metiendo la montura en el portal, ponía sobre el mostrador el saco manchado y mojado de sangre. Se espantó el gachupín:
     –¡Estás briago! Jaláis más de la cuenta, y luego venís a faltar en los establecimientos. Toma el saquete y camínate, luego luego.
     El Cruzado casi tocaba en la viguería con la cabeza: Le quedaba en sombra la figura desde el pecho a la cara, en tanto que las manos y el borrén de la silla destacaban bajo la luz del mostrador:
     –¡Señor Peredita, pues no habés pedido el comprobante?
     –¡No me friegues!
     –Abra usted el saco.
     –Camínate y déjame de tus macanas.
     El Cruzado fraseó con torva insistencia, apagada la voz en un silo de cólera mansa:
     –Patrón, usted abre no más, y se entera.
     –Poco me importa. Chivo o marrano, con tu pan te lo comas.
     El gachupín se encogió viendo caérsele encima la sombra del Cruzado:
     –¡Señor Peredita, buscás abrir el saco con los dientes!
     –Roto, no me traigas un pleito de gaucho malo. Si deseas algún servicio de mi parte, vuelves cuando te halles más despejado.
     –Patrón, mero mero liquidamos. ¿Recordás de la chinita que dejó una tumbaga en nueve bolivianos?
     El honrado gachupín se aleló, capcioso:
     –No recuerdo. Tendría que repasar los libros. ¿Nueve bolivianos? No valdría más. Las tasas de mi establecimiento son las más altas.
     –¡Quier decirse que aún los hay más ladrones! Pero no he venido sobre ese tanto. Usted, patrón, ha presentado denuncia contra la chinita.
     Gritó el gachupín con guiño perlático:
     –¡No puedo recordar todas las operaciones! ¡Vete no más! ¡Vuelve cuando te halles fresco! ¡Se verá si puede mejorarse la tasa!
     –Este asunto lo ultimamos luego luego. Patroncito, habés denunciado a la chinita y vamos a explicarnos.
     –Vuelve cuando estés menos briago.
     –Patroncito, somos mortales, y a lo pior tenés la vida menos segura que la luz de ese candil. ¡Patroncito, quién ha puesto a la chinita en galera? ¿No habés visto el ranchito vacío? ¡Ya lo verés! ¿No habés abierto el saco? ¡Ándele, Señor Peredita, y no se dilate!
     –Tendrá que ser, pues eres un alcohólico obstinado.
     El honrado gachupín comenzó a desatar el saco: Tenía el viejales un gesto indiferente. A la verdad, no le importaba que fuese chivo o marrano lo que guardase. Se transmudó con una espantada al descubrir la yerta y mordida cabeza del niño:
     –¡Un crimen! ¿Me buscas para la encubierta? ¡Vete y no me traigas mal tercio! ¡Vete! ¡No diré nada! ¡So chingado, no me comprometas! ¿Qué puedes ofrecerme? ¡Un puñado de plata! ¡So chingado, un hombre de mi posición no se compromete por un puñado de plata!
     Habló Zacarías, remansada la voz en abismos de cólera:
     –Ese cuerpo es el de mi chamaco. La denuncia cabrona le puso a la mamasita en la galera. ¡Me lo han dejado solo para que se lo comiesen los chanchos!
     –Es absurdo que me vengas a mí con esa factura de cargos. ¡Un espectáculo horrible! ¡Una desgracia! Quintín Pereda es ajeno a ese resultado. Te devolveré la tumbaguita. No hago cuenta de los bolivianos. ¡Quiere decirse que te beneficias con mi plata! Recoge esos restos. Dales sepultura. Comprendo que, bebiendo, hayas buscado consolarte. Vete. La tumbaguita pasas mañana a recogerla. Dales sepultura sagrada a esos restos.
–¡Don Quintinito cabrón, vas vos acompañarme!

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VIII
     El Cruzado, con súbita violencia, rebota la montura, y el lazo de la reata cae sobre el cuello del espantado gachupín, que se desbarata abriendo los brazos. Fue un dislocarse atorbellinado de las figuras, al revolverse del guaco: Un desgarre simultáneo. Zacarías, en alborotada corveta, atropella y se mete por la calle, llevándose a rastras el cuerpo del gachupín: Lostregan las herraduras y trompica el pelele, ahorcado al extremo de la reata. El jinete, tendido sobre el borrén, con las espuelas en los ijares del caballo, sentía en la tensa reata el tirón del cuerpo que rebota en los guijarros. Y consuela su estoica tristeza indiana Zacarías el Cruzado.


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