I |
Filomeno Cuevas y Chino Viejo arriendan los caballos en la puerta de un jacal y se meten por el sombrizo. A poco, dispersos, van llegando otros jinetes rancheros, platas en arneses y jaranos: Eran dueños de fundos vecinos, y secretamente adictos a la causa revolucionaria: Habíales dado el santo para la reunión Filomeno Cuevas. Aquellos compadres ayudábanle en un alijo de armas para levantarse con las peonadas: Un alijo que llevaba algunos días sepultado en Potrero Negrete. Entendía Filomeno que apuraba sacarlo de aquel pago y aprovisionar de fusiles y cananas a las glebas de indios. Poco a poco, con meditados espacios, todavía fueron llegando capataces y mayorales, indios baqueanos y boleadores de aquellos fundos. Filomeno Cuevas, con recalmas y chanzas, escribía un listín de los reunidos y se proclamaba partidario de echarse al campo, sin demorarlo. Secretamente, ya tenía determinado para aquella noche armar a sus peones con los fusiles ocultos en el manigual, pero disimulaba el propósito con astuta cautela. Enzarzada polémica, alternativamente oponían sus alarmas los criollos rancheros. Vista la resolución del compadre, se avinieron en ayudarle con caballos, peones y plata, pero ello había de ser en el mayor sigilo, para no condenarse con Tirano Banderas. Dositeo Velasco, que, por más hacendado, había sido de primeras el menos propicio para aventurarse en aquellos azares, con el café y la chicha, acabó enardeciéndose y jurando bravatas contra el Tirano:
–¡Chingado Banderitas, hemos de poner tus tajadas por los caminos de la República!
El café, la chicha y el condumio de tamales provocaba en el coro revolucionario un humor parejo, y todos respiraron con las mismas soflamas: Alegres y abullangados, jugaban del vocablo: Melosos y corteses, salvaban con disculpas las leperadas: Compadritos, se hacían mamolas de buenas amistades:
–¡Valedorcito!
–¡Mi viejo!
–¡Nos vemos!
–¡Nos vemos!
Se arengaban con el último saludo, puestos en las sillas, revolviendo los caballos, galopando dispersos por el vasto horizonte llanero.
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II |
El sol de la mañana inundaba las siembras nacidas y las rojas parcelas recién aradas, espesuras de chaparros y prodigiosos maniguares con los toros tendidos en el carrero de sombra, despidiendo vaho. La Laguna de Ticomaipú era, en su cerco de tolderías, un espejo de encendidos haces. El patrón galopa en su alegre tordillo, por el borde de una acequia, y arrea detrás su cuartago el mayoral ranchero. Repiques y cohetes alegran la cálida mañana. Una romería de canoas engalanadas con flámulas, ramajes y reposteros de flores sube por los canales, con fiesta de indios. Casi zozobraba la leve flotilla con tantos triunfos de músicas y bailes: Una tropa cimarrona —caretas de cartón, bandas, picas, rodelas— ejecuta la danza de los matachines, bajo los palios de la canoa capitana: Un tambor y un figle pautan los compases de piruetas y mudanzas. Aparece a lo lejos la casona del fundo. Sobre el verde de los oscuros naranjales promueven resplandores de azulejos, terradillos y azoteas. Con la querencia del potrero, las monturas avivaban la galopada. El patrón, arrendado en el camino mientras el mayoral corre la talanquera, se levanta en los estribos para mirar bajo los arcos: El Coronelito, tumbado en la hamaca, rasguea la guitarra y hace bailar a los chamacos: Dos mucamas cobrizas, con camisotes descotados, ríen y bromean tras de la reja cocineril con geranios sardineros. Filomeno Cuevas caracolea el tordillo, avispándole el anca con la punta del rebenque: De un bote penetra en el tapiado:
–¡Bien punteada, mi amigo! Haces tú pendejo a Santos Vega.
–Tú me ganas... ¿Y qué sucedió? Vas a dejarme capturar, mi viejo. ¿Qué traes resuelto?
El patrón, apeado de un salto, entrábase por la arcada, sonoras las plateras espuelas y el zarape de un hombro colgándole: El recamado alón del sombrero revestía de sombra el rostro aguileño de caprinas barbas:
–Domiciano, voy a darte una provisión de cincuenta bolívares, un guía y un caballo, para que tomes vuelo. Enantes, con la mosca de tus macanas, te hablé de remontarnos juntos. Mero mero, he mudado de pensamiento. Los cincuenta bolívares te serán entregados al pisar las líneas revolucionarias. Irás sin armas, y el guía lleva la orden de tronarte si le infundes la menor sospecha. Te recomiendo, mi viejo, que no lo divulgues, porque es una orden secreta.
El Coronelito se incorporó calmoso, apagando con la mano un lamento de la guitarra:
–¡Filomeno, deja la chuela! Harto sabes, hermano, que mi dignidad no me permite suscribir esa capitulación denigrante. ¡Filomeno, no esperaba ese trato! ¡De amigo, te has vuelto Cancerbero!
Filomeno Cuevas, con garbosa cachaza, tiró en el jinocal zarape y jarano: Luego sacó del calzón el majo pañuelo de seda y se enjugó la frente, encendida y blanca entre mechones endrinos y tuestes de la cara:
–¡Domiciano, vamos a no chingarla! Tú te avienes con lo que te dan y no pones condiciones.
El Coronelito abrió los brazos:
–¡Filomeno, no late en tu pecho un corazón magnánimo!
Tenía el pathos chispón de cuatro candiles, la verba sentimental y heroica de los pagos tropicales. El patrón, sin dejar el chanceo, fue a tenderse en la hamaca y requirió la guitarra, templando:
–¡Domiciano, voy a salvarte la vida! Aún fijamente no estoy convencido de que la tengas en riesgo, y tomo mis precauciones: Si eres un espía, ten por seguro que la vida te cuesta. Chino Viejo te pondrá salvo en el campamento insurrecto, y allí verán lo que hacen de tu cuera. Precisamente me urgía mandar un mensaje para aquella banda, y tú lo llevarás con Chino Viejo. Pensaba que fueses corneta a mis órdenes, pero las bolas han rodado contrariamente.
El Coronelito se finchó con alarde de Marte:
–Filomeno, me reconozco tu prisionero y no me rebajo a discutir condiciones. Mi vida te pertenece, puedes tomarla si no te causa molestia. ¡Enseñas buen ejemplo de hospitalidad a estos chamacos! Niños, no se remonten: Vengan ustedes acá un rato y aprendan cómo se recibe al amigo que llega sin recursos, buscando un refugio para que no lo truene el Tirano.
La tropa menuda hacía corro, los ingenuos ojos asustados con atento y suspenso mirar. De pronto, la más mediana, que abría la rueda pomposa de su faldellín entre dos grandotes atónitos, se alzó con lloros, penetrando en el drama del Coronelito. Salió, acuciosa, la abuela, una vieja de sangre italiana, renegrida, blanco el moñete, los ojos carbones y el naso dantesco:
–¿Cosa c'é, amore?
El Coronelito ya tenía requerido a la niña, y refregándole las barbas, la besaba: Erguíase rotundo, levantando a la llorosa en brazos, movida la glotona figura con un escorzo tan desmesurado que casi parodiaba la gula de Saturno. Forcejea y acendra su lloro la niña por escaparse, y la abuela se encrespa sobre el cortinillo japonés, con el rebozo mal terciado. El Coronelito la rejonea con humor alcohólico:
–¡No se acalore, mi viejecita, que es nocivo para el bazo!
–¡Ni me asustés vos a la bambina, mal tragediante!
–Filomeno, corresponde con tu mamá política y explícale la ocurrencia: La lección que recibes de tus vástagos, el ejemplo de este ángel. ¡No te rajes y satisface a tu mamá! ¡Ten el valor de tus acciones!
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III |
Acompasan con unánime coro los cinco chamacos. El Coronelito, en medio, abierto de brazos y zancas, desconcierta con una mueca el mascarón de la cara y ornea un sollozo, los fuelles del pecho inflando y desinflando:
–¡Tiernos capullos, estáis dando ejemplo de civismo a vuestros progenitores! Niños, no olvidéis esta lección fundamental cuando os corresponda actuar en la vida. ¡Filomeno, estos tiernos vástagos te acusarán, como un remordimiento, por la mala producción que has tenido a mí referente! ¡Domiciano de la Gándara, un amigo entrañable, no ha despertado el menor eco en tu corazón! Esperaba verse acogido fraternalmente, y recibe peor trato que un prisionero de guerra. Ni se le autorizan las armas, ni la palabra de honor le garanta. ¡Filomeno, te portas con tu hermano chingadamente!
El patrón, sin dejar de templar, con un gesto indicaba a la suegra que se llevase a los chamacos. La vieja italiana arrecadó el hatillo y lo metió por la puerta. Filomeno Cuevas cruzó las manos sobre los trastes, agudos los ojos, y, en el morado de la boca, una sonrisa recalmada:
–Domiciano, te estás demorando no haciéndote orador parlamentario. Cosecharías muchos aplausos. Yo lamento no tener bastante cabeza para apreciar tu mérito, y mantengo todas las condiciones de mi ultimátum.
Un indio ensabanado y greñudo, el rostro en la sombra alona de la chupalla, se llegó al patrón, hablándole en voz baja. Filomeno llamó al Coronelito:
–¡Estamos fregados! Tenemos tropas federales por los rumbos del rancho.
Escupió el Coronelito, torcida sobre el hombro la cara:
–Me entregas y te pones a bien con Banderitas. ¡Filomeno, te has deshonrado!
–¡No me chingues! Harto sabes que nunca me rajé para servir a un amigo. Y de mis prevenciones es justificativo el favor que gozabas con el Tirano. No más, ahora, visto el chance, la cabeza me juego si no te salvo.
–Dame una provisión de pesos y un caballo.
–Ni pensar en tomar vuelo.
–Véame yo en campo abierto y bien montado.
–Estarás aquí hasta la noche.
–¡No me niegues el caballo!
–Te lo niego porque hago mérito de salvarte. Hasta la noche vas a sumirte en un chiquero donde no te descubrirá ni el Diablo.
Tiraba del Coronelito y le metía en la penumbra del zaguán.
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IV |
Por la arcada deslizábase otro indio, que traspasó el umbral de la puerta santiguándose. Llegó al patrón, sutil y cauto, con pisadas descalzas:
–Hay leva. Poco faltó para que me laceasen. Merito el tambor está tocando en el Campo de la Iglesia.
Sonrió el ranchero, golpeando el hombro del compadre:
–Por sí, por no, voy a enchiquerarte. |
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