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Léxico y estilo |
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Si entendemos el Esperpento, según lo definió el propio Valle-Inclán en alguna ocasión, como una "estética sistemáticamente deformada", "sujeta a una matemática perfecta", la "matemática de espejo cóncavo" (Luces de bohemia, Obra completa, II, p. 933), parece evidente que no deberemos limitar, como se ha hecho muchas veces, el análisis de sus rasgos a aquéllos que conforman la deformación grotesca de los personajes (la animalización o la teatralería, por ejemplo). Como deformación sistemática, su aplicación alcanza todos los niveles del texto, desde el léxico o las marcas del estilo, hasta la estructura y el sentido global de la obra. Todos ellos, integrados en una matemática perfecta y coherente, constituyen esa nueva manera de mirar la realidad cuyas características fundamentales son el distanciamiento y la estructura oximorónica.
No es casual que uno de los aspectos de la obra que, desde su publicación, más ha sorprendido a los lectores haya sido la elaboración de esa especie de lengua franca o "sermo hispanoamericano" que el escritor utiliza a lo largo de la misma; respecto a la capacidad de enriquecer el español que manifestaba el habla del Nuevo Continente, había declarado Valle-Inclán en abril de 1925: "El verbo de América será, quiéralo Dios, para el castellano lo que fueron los romances de las colonias romanas para el latín anquilosado del señor del mundo" (Heraldo de Madrid, 16 de abril de 1925; en Dougherty, 1983, p. 135, n. 163); y algunos meses después añadía:
—Es menester crear el "sermo" hispano americano [...], aceptando, pero sin limitaciones y sin titubeos, las voces americanas. Tenemos que incorporar a nuestro idioma algo más que esos bajos vocablos de garito y de burdel, que es hasta ahora lo único que hemos tomado del habla de América. [...] En una novela que voy a publicar ahora, Tirano Banderas, uso más de cien americanismos de estos. (Heraldo de Madrid, 30 de junio de 1925; Entrevistas, conferencias y cartas, 1994, p. 282).
Los análisis del léxico utilizado en la novela han descubierto un buen número de dichos americanismos, de giros y construcciones comunes en América Latina, aunque no siempre correctamente utilizados (v. Claveria Nadal y Sánchez Lancis, 1995); también desvelan que buena parte de ellos proceden generalmente del habla popular, del "sermo plebeyo", y, junto a esos vocablos, es fácil hallar asimismo voces de germanía —tanto americanas como españolas— y gitanismos, exactamente lo mismo que sucede en otros esperpentos; una multiplicidad de discursos o "heteroglosia" que, como ha analizado Dru Dougherty (1999, pp. 65-74), configura las marcas de la jerarquía imperante entre los personajes de la novela. Cabe cuestionar, pues, que esa fusión geográfica y de registros tuviera como único fin elaborar una síntesis, más o menos colorista y tipificadora, de América Latina.
En realidad, como demuestra la experiencia de cualquier lector medio, el babélico despliegue que del idioma realiza Valle-Inclán en Tirano Banderas tiene también la finalidad —como la tiene el uso de madrileñismos, gitanismos y voces de germanía en éste y otros esperpentos— de desautomatizar el proceso de lectura y distanciar al lector del referente del texto. De ese modo, la visión de altura que el autor proyecta sobre su obra se contagia al receptor que, incapacitado para el contacto directo con dicho referente o desconcertado por el continuo cambio de registro, se ve obligado a una lectura detenida, reflexiva y, por lo tanto, desapasionada, distanciada, proclive a la emoción estética.
Por otra parte, y también dentro de ese proceso de desautomatización, el uso de tales registros contribuye asimismo a la inversión carnavalesca a que está sometido siempre el Esperpento; frente a una lengua literaria gastada, Valle-Inclán propone subvertir el código y convertir en lengua literaria los registros hasta el momento despreciados por vulgares por una literatura académica y aburguesada. En realidad era un proceso que se había iniciado en el siglo anterior, con el pretendido coloquialismo de la novela naturalista, y que, por ejemplo, el teatro de Carlos Arniches reconduce por el terreno del humorismo. El autor de Tirano Banderas lleva, sin embargo, esa pretensión hasta sus últimas consecuencias, convirtiendo su novela en un artefacto casi hermético cuya superficie lingüística llama la atención por su peculiaridad. Ése es, podríamos decir, el primer nivel de esperpentización, pero, desde luego, no el único.
Otro de los aspectos que, desde el primer momento, la crítica destacó de Tirano Banderas fue su "estilización", entendiendo por ese término tanto la "voluntad de estilo" como ese deseo de romper los modelos convencionales de la prosa. En general, podría decirse que la prosa de esta novela conserva en buena medida la plasticidad y el carácter impresionista que ya consiguiera el autor en sus primeras obras; plasticidad en el sentido de buscar la trasmisión al lector de una sensación, fundamentalmente visual y auditiva. De este modo, los juegos de luces están generalmente sugeridos en las descripciones mediante un despliegue cromático:
La ciudad se encendía de reflejos sobre la marina esmeralda. La brisa era fragante, plena de azahares y tamarindos. En el cielo, remoto y desierto, subían globos de verbena, con cauda de luces. [...] La ciudad, pueril ajedrezado de blancas y rosadas azoteas, tenía una luminosa palpitación, acastillada en la curva del Puerto. La marina era llena de cabrilleos, y en la desolación azul, toda azul, de la tarde, encendían su roja llamarada las cornetas de los cuarteles. (Primera Parte, Libro Primero, VII).
Otras veces, los sonidos se imponen a la mera descripción visual:
Con tintín de plata y cristales en las manos prietas, miró la mucama al patroncito, dudosa, interrogante. (Primera Parte, Libro Primero, VI).
El Casino Español —floripondios, doradas lámparas, rimbombantes moldurones— estallaba rubicundo y bronco, resonante de bravatas. [...] Por los salones, al sesgo de la farra valentona, comenzaban solapados murmullos. [...] La charanga gachupina resoplaba un bramido patriota: Los calvos tresillistas dejaban en el platillo las puestas: Los cerriles del dominó golpeaban con las fichas y los boliches de gaseosas: [...] De pronto la falange gachupina acudió en tumulto a los balcones. Gritos y aplausos: (Segunda Parte, Libro Primero, III).
En ocasiones, el narrador sustituye la descripción por la impresión que un determinado punto de vista provoca:
Se detuvo en la sombra del convento, bajo el alerta del guaita que en el campanario sin campanas clavaba la luna con la bayoneta. (Primera Parte, Libro Tercero, VI).
Y los cocuyos encendían su danza de luces en la borrosa y lunaria geometría del jardín. (Segunda Parte, Libro Tercero, VII).
Finalmente, muchas veces las acciones de los personajes quedan reducidas, mediante la supresión del verbo, a una sucesión fugaz de imágenes:
Sobre el resplandor de las aceras, gritos de vendedores ambulantes: Zigzag de nubios limpiabotas: Bandejas tintineantes, que portan en alto los mozos de los bares americanos: Vistosa ondulación de niñas mulatas, con la vieja de rebocillo al flanco. Formas, sombras, luces se multiplican trenzándose, promoviendo la caliginosa y alucinante vibración oriental que resumen el opio y la marihuana. (Segunda Parte, Libro Primero, VII).
Al mismo tiempo, el estilo del esperpento busca la síntesis expresiva, el trazo grueso que delimite significativamente objetos y personajes. Uno de los recursos más usados para ello es la traslación metonímica, mediante la cual un personaje u objeto es designado por uno de sus rasgos significativos. Los asistentes al mitin del Circo Harris, por ejemplo, abren calle "bajo la porra legisladora de los gendarmes" (Segunda Parte, Libro Primero, II): la vigilancia de éstos aparece designada por el instrumento represor —la "porra"— que utilizarán acto seguido; pero, además, dicho instrumento aparece calificado de "legisladora", con lo que se nos sugiere una de las características fundamentales de la tiranía —de cualquier tiranía—, como es el sometimiento de toda legalidad a la finalidad de la represión.
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Máscaras, gestualidad, animalización |
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Ya se ha visto de qué modo Valle-Inclán defendía la impasibilidad en el arte, ese tipo de novela eminentemente presentativo, entre narrativa y dramatizada, en la que predominara el diálogo y en la que el narrador se comprometiera lo menos posible con la materia narrada. Se trataba, en realidad, de una búsqueda generalizada en la novela de ese momento y que partía de la necesidad de recortar las enormes prerrogativas que el narrador de la novela decimonónica se había otorgado. De modo análogo, el narrador de Tirano Banderas desarrolla habitualmente un punto de vista que tiende al objetivismo —que no a la objetividad—; con una considerable economía de recursos, la voz narrativa nos presenta la realidad desde una perspectiva heterodiegética y externa, que no excluye un cierto grado de omnisciencia ni las pinceladas descriptivas que incorporan un juicio de valor acerca de los personajes y acontecimientos. A ello contribuye la alternancia del imperfecto o del indefinido con el presente de indicativo como tiempo del relato, la limitación de las descripciones exclusivamente a los rasgos significativos y la omnisciencia también limitada. Elementos que en todo momento nos sugieren que, efectivamente, el narrador contempla a sus criaturas "elevado en el aire".
Es en la descripción y tratamiento de los personajes donde más claramente se aprecia esa voluntad deformadora. Todos, sin excepción, han sido sometidos a un proceso de cosificación que los asemeja a títeres de un tabanque de marionetas movidos a su antojo por el demiurgo. El recurso principal de esa "muñequización" es, por supuesto, la abundancia de máscaras y muecas. Muchos de esos personajes reflejan su verdadera identidad a través de la máscara que, a su vez, como en lo cuadros de Gutiérrez Solana, marca un grado más de distanciamiento con el espectador-lector. En su hieratismo, el Tirano es descrito en todo momento como una "calavera" —en algún caso, y buscando el sorprendente contraste, "calavera humorística" (Segunda Parte, Libro Tercero, VII)—, una "momia taciturna" de "cabeza de pergamino" (Primera Parte, Libro Primero, V) dotado de una "verde máscara indiana" (Primera Parte, Libro Primero, VI), "máscara enjabonada" en el momento de afeitarse (Sexta Parte, Libro Primero, II), lo cual, sin duda, refuerza su insensible crueldad; la hija de Santos Banderas, en su fugaz aparición, tiene una "expresión inmóvil", una "máscara de ídolo" (Segunda Parte, Libro Tercero, VIII); Domiciano de la Gándara semeja un "ídolo tibetano" (Prólogo, III) y, cuando es perseguido por la justicia del Tirano, prefiere arrancarse la máscara a ser "tronado" (Cuarta Parte, Libro Tercero, II), si bien ni aún así dejará de ser un personaje poco de fiar; el Barón de Benicarlés tiene "la propia jeta de un disciplinante" (Sexta Parte, Libro Segundo, II) y el colorete agrietado de su rostro "un sarcasmo de careta chafada" (Sexta Parte, Libro Segundo, V).
Incluso aquellos personajes que no están caracterizados de forma grotesca poseen tambén su careta: Zacarías aparece dotado de una "máscara indiana" (Cuarta Parte, Libro Sexto, II) o "máscara verdina" (Cuarta Parte, Libro Sexto, V) que, en cierto modo, profundiza en la imagen taciturna del indio americano que el escritor había configurado en textos anteriores; la hija del ciego Velones tiene "inmóvil la cara de niña muerta" (Tercera Parte, Libro Primero, IV); el estudiante es visto en "su perfil lívido de sorpresa dramática" (Tercera Parte, Libro Tercero, II); el viejo conspirador que remienda su frazada en el penal de Santa Mónica tiene un "rostro de cordobán, burilado de arrugas" (Quinta Parte, Libro Primero, IV), una "cara funeraria" (Quinta Parte, Libro Primero, VII); y es que, por lo general, el Esperpento, como superación del dolor y de la risa, niega sistemáticamente el pathos a los personajes que lo pueblan; la risa aparece generalmente contrapesada con el entorno terrible; el llanto ahogado por ese distanciamiento que marca el gesto estoico, soturno, "la cruel indiferencia del dolor y de la muerte" (Primera Parte, Libro Primero, III).
Dicho antipatetismo es, en realidad, complementado con la continua parodia del Romanticismo y, en general, del discurso sentimental, característica de las vanguardias literarias. El recuerdo esproncediano puesto en boca de Nachito Veguillas en una situación muy poco romántica (Tercera Parte, Libro Segundo, V) es quizá el momento más destacado, pero no el único; la "dramática escuela" de Doña Rosita Pintado cuando pide al Tirano la liberación de su hijo (Sexta Parte, Libro Primero, III), el llanto de la niña ranchera roto por el grito garibaldino de la "abuela carcamana" (Cuarta Parte, Libro Séptimo, IV) o la carota inflada de lágrimas del Licenciadito Veguillas pidiendo clemencia al Tirano (Septima Parte, Libro Primero, II) apuntan también en ese sentido.
En el mismo ámbito que las máscaras, los personajes hacen gala de un amplio repertorio de muecas, de una gestualidad exagerada que subraya su aspecto teatral y falso. Si la mueca es uno de los rasgos persistentes en la caracterización del Tirano, también el Barón de Benicarlés exhibe su "mueca de suripanta" (Sexta Parte, Libro Segundo, IV); el narrador describe al Mayor Abilio del Valle en un "arregaño lobatón de los dientes" resaltado por "el retinto garabato del bigote" (Primera Parte, Libro Primero, IV). En no pocas ocasiones la gestualidad de los personajes recuerda a los títeres movidos por un bululú. El Libro Tercero de la Tercera Parte se titula, significativamente, «Guiñol dramático», y en él se nos relata la huida, "como truco de melodrama", de Domiciano y Nachito:
El peligro le da un alerta violento en el pecho: Pronto y advertido se aplasta en tierra y a gatas cruza la calle: [...] El Coronelito, acarrerado escalera arriba, se curva como el jinete sobre la montura. Nachito, que hocica sobre los escalones, recibe en la frente el resplandor de las espuelas. [...] Abre una mucama que tiene la escoba: En un traspiés, espantada y aspada, ve a los dos fugitivos meterse por el corredor: Prorrumpe en gritos, pero las luces de un puñal que ciega los ojos, la lengua le enfrenan. (Tercera Parte, Libro Tercero, I);
también don Quintín Pereda "se desbarata abriendo los brazos" al ser laceado por Zacarías, y su cuerpo "trompica" como un "pelele" en las losas de la calle (Cuarta Parte, Libro Sexto, VIII).
La teatralería caracteriza la actitud de bastantes de los personajes de la novela; así, "la voz fachendosa" del vinatero montañés que visita al dictador junto con otros gachupines tiene "la brutalidad intempestiva de una claque de teatro" (Primera Parte, Libro Primero, V); los compadres de Santos Banderas son presentados como "coro de comparsas" (Segunda Parte, Libro Tercero, V); la "redondez pavona" de Don Celes tiene "esa actitud petulante y preocupada del cómico que, entre bastidores, espera su salida a escena" (Segunda Parte, Libro Tercero, IV); y el Coronel-Licenciado López de Salamanca, tras una demostración de guiños y "mamolas", recobra "su máscara de personaje" (Segunda Parte, Libro Tercero, II).
La degradación de los personajes no acaba, sin embargo, aquí. Otro de los rasgos característicos es su constante animalización, generalmente poco halagüeña, paralela a la personificación de animales u objetos. Así, el Tirano es presentado sistemáticamente como una "corneja sagrada", el "garabato de un lechuzo" (Primera Parte, Libro Primero, III), un "pájaro nocharniego" (Primera Parte, Libro Primero, VII) o con "paso de rata fisgona" (Primera Parte, Libro Tercero, V); Nachito Veguillas imita, para divertimento del general, el canto de una rana; los gachupines se mueven "como ganado inquieto por la mosca" (Primera Parte, Libro Primero, V); y el Vate Larrañaga corre "con revuelo de zopilote" (Segunda Parte, Libro Segundo, II). Al mismo tiempo, y en inversión consciente de las cualidades, el quitrí de don Celes rueda "saltarín y liviano, con morisquetas de lechuguino", "como una araña negra" (Primera Parte, Libro Primero, VII); "quiebra el oscuro en el vasto cielo la luna chocarrera y cacareante" (Tercera Parte, Libro Primero, I); y, en la visión hipnótica de Lupita la Romántica, "espantan la cresta los gallos de las veletas" y "la luna, puesta la venda de una nube, juega con las estrellas a la gallina ciega" (Septima Parte, Libro Tercero, VI) —imágenes que, por otra parte, no desentonarían en un poema ultraísta o surrealista.
Todos esos rasgos contribuyen a reforzar aquella visión de altura, el convencimiento de que las criaturas que pululan por la novela son de un barro distinto que el narrador y el lector, convertidos en demiurgos que contemplan en la distancia el frenético devenir de los personajes. De esa contemplación distanciada surge la emoción estética del esperpento, pero también, en cuanto que el objeto contemplado forma parte de la realidad social, el compromiso ético. |
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