Hacia el "esperpento" |
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Desde el momento de su aparición en diciembre de 1926, Tirano Banderas ha sido reconocida como una de las obras maestras de su autor. No era Ramón del Valle-Inclán (1866- Madrid, 1936) en esa fecha precisamente un desconocido; personaje pintoresco y muy peculiar, su obra se había iniciado al socaire de las corrientes modernistas que, en los últimos años del siglo XIX y primeros del XX, azotaban las tertulias, los cafés, las redacciones de revistas imposibles. Esa impronta Modernista se mantiene de forma dominante en la primera etapa de su obra, desde la publicación del conjunto de relatos reunidos en Femeninas (1895), hasta las cuatro Sonatas (1902-1905) que relatan las peripecias del Marqués de Bradomín. Algo de eso queda todavía en la novela de 1926, aunque sea sólo como parodia: el Jardín de la Virreina, las decadentes aficiones del Barón de Benicarlés y, sobre todo, una concepción plástica de la prosa que el gallego no iba a abandonar nunca. Como todo gran escritor, sin embargo, Valle-Inclán, sin dejar de ser fiel a sí mismo, no podía sino acompasar sus preocupaciones éticas y estéticas al ritmo de los tiempos, y la obra del gallego cambia, evoluciona, si bien resulta difícil establecer los hitos de lo que, en realidad, fue el desarrollo continuado de un conjunto de textos extraordinariamente coherente.
Al mediar la primera década del siglo, la obra del gallego va moderando aquellos excesos modernistas. En las dos primeras "Comedias bárbaras", Águila de blasón (1907) y Romance de lobos (1907), el escritor ensaya la tragedia shakesperiana de grandes pasiones y enrevesados conflictos familiares; en la última de ellas se aproxima, además, a un tema que desarrollará en los textos siguientes —la trilogía de "La Guerra Carlista" (Los cruzados de la causa, 1908; El resplandor en la hoguera y Gerifaltes a antaño, 1909) y Voces de gesta (1911)— y que llega, con algunos matices, hasta Tirano Banderas: la reivindicación de los movimientos populares (el carlismo en las obras anteriormente mencionadas) y de los líderes capaces de encauzar esa fuerza ciega de la naturaleza. Y, al mismo tiempo, la trilogía carlista constituye ya un primer intento de novela colectiva que alcanzará su expresión más perfecta en las novelas de la última década de su vida, la Novela de Tierra Caliente y el ciclo de El Ruedo Ibérico (La corte de los milagros, 1927; ¡Viva mi dueño!, 1928; y la inconclusa Baza de espadas, 1932; amén de otros fragmentos dispersos). Paralelamente, en el teatro en verso que Valle-Inclán escribe por esos años, profundiza en la indagación de lo grotesco: en 1912 estrena La marquesa Rosalinda (publicada en 1913), "farsa sentimental y grotesca", a la que seguirán la Farsa infantil de la cabeza del dragón (1914) y la Farsa italiana de la enamorada del rey (1919); rasgo que se acentuará con la incorporación de la Historia de España en la Farsa y licencia de la reina castiza (1920).
La crítica suele considerar determinante en ese desarrollo la experiencia de la Primera Guerra Mundial. Enviado en 1916 a Francia por el periódico El Imparcial, el escritor, aliadófilo convencido, se convertirá en espectador privilegiado del drama; como resultado de la visita al frente escribió una serie de crónicas que fueron recogidas al año siguiente en La media noche. Visión estelar de un momento de guerra; ahí puede hallarse ya una idea, la "visión de altura", que iba a convertirse en fundamental en su obra a partir de ese momento. Cierto es que alguna noción semejante había sido expuesta en textos anteriores; en una de las conferencias pronunciadas en 1910 en Buenos Aires aparece todavía de forma vaga y relacionada con la ingesta de cannabis; y en La lámpara maravillosa (1916) parece concretarse algo más: "Es preciso haber contemplado emotivamente la misma imagen desde parajes diversos, para que alumbre en la memoria la ideal mirada fuera de posición geométrica y fuera de posición en el Tiempo" («El quietismo estético», VI, en Obra completa, 2002; p. 1959); pero será en su reportaje de la guerra donde ese concepto aparece plenamente desarrollado y vinculado con la función narrativa:
Todos los relatos están limitados por la posición geométrica del narrador. Pero aquél que pudiese ver a la vez en diversos lugares [...] de cierto tendría de la guerra una visión, una emoción y una concepción en todo distinta de la que puede tener el mísero testigo, sujeto a las leyes geométricas de la materia corporal y mortal. Entre uno y otro modo habría la misma diferencia que media entre la visión del soldado que se bate sumido en la trinchera, y la del general que sigue los accidentes de la batalla encorvado sobre el plano. [...] Desaparecerá entonces la pobre mirada del soldado, para crear la visión colectiva, la visión de todo el pueblo que estuvo en la guerra, y vio a la vez desde todos los pasajes todos los sucesos. El círculo, al cerrarse, engendra el centro, y de esta visión cíclica nace el poeta, que vale tanto como decir el Adivino (La media noche, Obra completa, I, pp. 903-904.)
La visión de altura, esa mirada astral, privilegiada, desde la cual el escritor, liberado de las contingencias del tiempo y del espacio, contempla la realidad que le rodea, permite alcanzar la visión de la colectividad, la fuerza que, durante el primer tercio del siglo —no hay que olvidar el impacto que la Revolución Soviética tuvo en los escritores del momento— está moviendo la Historia. Diez años después, Valle-Inclán aplicará también esa mirada a su crónica de la revolución en Santa Fe de Tierra Firme; en una conferencia pronunciada en Oviedo semanas antes de la publicación de la novela, el escritor alude de nuevo a esa visión colectiva:
En el arte todo gira alrededor de esos dos polos: movimiento, quietud. [...]
El movimiento, cuando no define ni principio ni fin, no puede ser objeto de arte. [...]
El viajero que, paso tras paso, va descubriendo los mil accidentes del terreno en su ascensión a la montaña, cuando llega a la cima ve el paisaje desde allí como un círculo del cual es el centro y no podrá describirlo entonces, porque tendría que hacerlo con relación a éél: tal cosa a mi espalda, tal otra a mi derecha... y bastará un pequeño giro para que la descripción esa, hecha a lo escribano, resultara falsa. El universo no puede estar sujeto a la movilidad del hombre, del sujeto artista.
Existe en arte la visión unilateral, unipersonal, y la visión omnilateral, visión del círculo. Imaginemos una casa ardiendo en despoblado y la muchedumbre contemplando el espectáculo en derredor del siniestro. Cada uno de los espectadores tendrá su visión especial del hecho, y la suma de visiones, la expresión de la visión general, sería la literatura popular. Sólo las grandes cosas, las grandes concepciones artísticas, pueden ser creadas por la visión de todos. («Autocrítica literaria. Valle-Inclán y su obra», Región, Oviedo, 15-IX-1926; en Entrevistas, conferencias y cartas, pp. 321-322).
Esa mirada a un tiempo distanciada y solidaria venía a confluir, en realidad, con una vertiente estética a la que, como ya se ha dicho, Valle-Inclán había prestado una particular atención: lo grotesco; relacionado muchas veces con una concepción dramática de la realidad, vinculado al interés por las pasiones más elementales del ser humano y a la combinación de lo trágico y lo farsesco. En realidad, en mayor o menor medida, lo grotesco está presente en la obra del gallego ya desde sus primeros momentos. Al fin y al cabo, formaba parte de esa herencia romántica que el Modernismo supo acoger y renovar.
De la fusión perfecta de ambos elementos —la deformación grotesca y la visión de altura— y de la, cada vez mayor, atracción que el escritor siente por la Historia, iba a surgir el "Esperpento", un concepto que Valle-Inclán no llegó nunca a desarrollar teóricamente con la suficiente amplitud como para evitar los ríos de tinta que ha provocado desde entonces. No es éste el momento y lugar de acrecentarlos; únicamente me interesa destacar que, pese a que en rigor el escritor tan solo bautizó con ese término las piezas dramáticas recogidas en Martes de carnaval (1930), el Esperpento no debe, a mi juicio, ser considerado exclusivamente como un género (o subgénero) teatral, sino más bien como una actitud sistemática en el tratamiento de los materiales literarios que, desde 1920, va a ser dominante en toda su obra, también en la narrativa, como ha estudiado Amparo de Juan (2000); de hecho, en diversos momentos Valle-Inclán utilizó el término para designar algunas de sus novelas, como en una entrevista con Gregorio Martínez Sierra de 1928, en la que, en relación a Tirano Banderas y El ruedo ibérico, dice de ellas que "vienen a ser estas dos novelas esperpentos acrecidos y trabajados con elementos que no podían darse en la forma dramática de Luces de bohemia y de Los cuernos de don Friolera" («Hablando con Valle-Inclán de él y de su obra», ABC, 7-XII-1928; en Entrevistas, conferencias y cartas, p. 395).
Es, sin embargo, en Luces de bohemia (1920) donde encontramos la primera referencia al modo que, a partir de ese momento, va a predominar en su estética. El protagonista, el poeta ciego y bohemio Max Estrella, apunta, en la célebre y muy citada «Escena Duodécima», el modo en que la literatura debe tratar la realidad española:
Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada.
La estética de Max Estrella —y la de Valle-Inclán— consistirá, pues, en "transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas" (Luces de bohemia, Obra completa, II, p. 933), en presentar la realidad española, sus tradiciones, valores y mitos, su tragedia, bajo el prisma de la deformación grotesca. Para ello el creador debe adoptar una actitud distanciada, superior (aquella visión de altura), semejante a la que mantiene con sus marionetas el bululú que aparece en el «Prólogo» de Los cuernos de don Friolera (1921); no en vano afirma allí don Estrafalario —quien aspiraba a ver el mundo "con la perspectiva de la otra ribera"— que "sólo pueden regenerarnos los muñecos del Compadre Fidel", aquel titiritero que, dotado de una "dignidad demiúrgica", "ni un solo momento deja de considerarse superior por naturaleza, a los muñecos de su tabanque" («Prólogo» y «Epílogo» de Los cuernos de don Friolera, en Martes de carnaval, 1990, pp. 111-123 y 226-227). El "espectro de antiparras y barba" resume en la mencionada obra con gran claridad las ideas literarias de Valle-Inclán en esa tercera década del siglo:
...No crea usted en la realidad de ese Diablo que se interesa por el sainete humano, y se divierte como un tendero. Las lágrimas y la risa nacen de la contemplación de cosas parejas a nosotros mismos [...].
Los sentimentales que en los toros se duelen de la agonía de los caballos, son incapaces para la emoción estética de la lidia: su sensibilidad se revela pareja de la sensibilidad equina [...].
Mi estética es una superación del dolor y de la risa, como deben ser las conversaciones de los muertos, al contarse historias de los vivos (pp. 113-114).
Algunos años después, el propio Valle-Inclán, en la ya mencionada entrevista con Martínez Sierra, reafirmaba las opiniones de su personaje:
Comenzaré por decirle a usted que creo hay tres modos de ver el mundo artística o estéticamente: de rodillas, en pie o levantado en el aire. Cuando se mira de rodillas —y ésta es la posición más antigua en literatura—, se da a los personajes, a los héroes, una condición superior a la condición humana, cuando menos a la condición del narrador o del poeta. [...] Hay una segunda manera, que es mirar a los protagonistas novelescos como de nuestra propia naturaleza, como si fueran nuestros hermanos, como si fuesen ellos nosotros mismos, como si fuera el personaje un desdoblamiento de nuestro yo, con nuestras mismas virtudes y nuestro mismos defectos. [...] Y hay otra tercera manera, que es mirar al mundo desde un plano superior (levantado en el aire), y considerar a los personajes de la trama como seres inferiores al autor, con un punto de ironía. Los dioses se convierten en personajes de sainete. Esta es una manera muy española, manera de demiurgo, que no se cree en modo alguno hecho del mismo barro que sus muñecos. [...] Y esta consideración es la que me llevó a dar un cambio en mi literatura y a escribir los esperpentos, el género literario que yo bautizo con el nombre de esperpentos. («Hablando con Valle-Inclán de él y de su obra», Entrevistas, conferencias y cartas, pp. 174-175)
En definitiva, esa fusión de lo trágico y lo grotesco debe realizarse evitando, tanto por parte del escritor como del lector, el contagio sentimental —el llanto propio de la tragedia y la risa derivada de lo grotesco—, con la mirada impasible del demiurgo, de la que surge la experiencia estética del esperpento, la cual se convierte, al mismo tiempo, en una experiencia ética. En ese ámbito hay que situar la mayor parte de la obra de Valle-Inclán a partir de Luces de bohemia: los tres Esperpentos reunidos en Martes de carnaval (Los cuernos de don Friolera, 1921; Las galas del difunto, 1926; La hija del capitán, 1927), los "melodramas para marionetas" (La rosa de papel y La cabeza del Bautista, 1924) y "autos para siluetas" (Ligazón, 1926, y Sacrilegio, 1927) que se agrupan en el Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte (1927), las novelas de El ruedo ibérico y, por supuesto, Tirano Banderas.
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Tirano Banderas y la literatura de su tiempo |
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Es muy común la consideración de que con Tirano Banderas regresaba su autor a la novela tras la publicación de las obras que cerraban la trilogía sobre La Guerra Carlista; pero a propósito de Valle-Inclán las cosas no suelen ser tan sencillas. No se trata sólo de la dificultad de clasificar textos tan heterodoxos como La lámpara maravillosa o La media noche, sino de la ambigüedad genérica que el mismo autor cultivó con esmero. En su proceso de gestación, Aguila de blasón pasó de ser un texto narrativo a una "comedia bárbara"; El embrujado (1913), Divinas palabras (1920), La rosa de papel y La cabeza del Bautista fueron anunciadas como novelas (las dos últimas, además, se publicaron con el subtítulo de "novelas macabras" en la colección La Novela Semanal). Cuando en 1924 el escritor explica que está trabajando en "una novela americana de caudillaje y avaricia gachupinesca", se ve en la necesidad de añadir: "no es en diálogo, sino en una prosa expresiva y poco académica" (Cipriano de Rivas Cherif, «La Comedia Bárbara de Valle-Inclán», España, 16-II-1924; en Entrevistas, conferencias y cartas, p. 257).
En su propósito innovador, Valle-Inclán ensancha tanto los diferentes géneros literarios que alcanza a borrar las fronteras entre ellos. Si Ramón Pérez de Ayala había apuntado, en referencia a su carácter dramatizado y predominantemente dialogado, que toda la obra del gallego estaba escrita sub specie theatri («Valle-Inclán, dramaturgo», La Pluma, 32, I-1923, p. 24), al mismo tiempo, sin embargo, debería también ser destacado del peso de lo narrativo en sus textos teatrales, fundamental en las acotaciones, uno de los desafíos que suele plantear su puesta en escena. Esa misma ambigüedad genérica que hizo que muchos críticos calificaran de irrepresentable su teatro, ha motivado, desde el momento de su publicación y con diferente éxito, tres adaptaciones de Tirano Banderas para la escena (v. Taller de Investigaciones Valleinclanianas, 1995), a las que habría que añadir la, a mi juicio, no del todo afortunada versión cinematográfica que Javier García Sánchez realizara en 1993 a partir de un guión de Rafael Azcona (v. Amparo de Juan Bolufer, 2001).
En los últimos años de su vida, cansado de la generalizada incomprensión de empresarios y público, el escritor se declaró "completamente ajeno al teatro y a sus afanes, sus medros y sus glorias" («¿Cómo escribe usted sus obras?», La Voz, 20 de mayo de 1927; en Entrevistas, conferencias y cartas, p. 345) y se decantó claramente, tanto en su teoría como en su praxis, por la novela. Valle-Inclán desarrolla, sin embargo, un concepto particular, heterodoxo y radicalmente moderno —fundamentado en los mismos principios que sostienen la estética del Esperpento— de lo que debe ser una novela. Las manifestaciones al respecto van a ser recurrentes en esa década final de su existencia; en una entrevista de 1926 ya había planteado que la forma dialogada que adoptaba su narrativa le parecía "la forma literaria mejor, más impasible" (E. Estévez Ortega, «Don Ramón del Valle-Inclán nos pone como no digan dueñas», Vida Gallega, Vigo, 1926; en Entrevistas, conferencias y cartas, p. 328); en la ya mencionada charla con Gregorio Martínez Sierra, caracterizaba sus novelas como "sátira encubierta bajo ficciones casi de teatro. Digo casi de teatro, porque todo está expresado por medio de diálogos, y el sentir mío me guardo de expresarlo directamente" (G. Martínez Sierra, «Hablando con Valle-Inclán de él y de su obra»; en Entrevistas, conferencias y cartas, p. 396); de nuevo en 1930, cuando está totalmente imbuido en la escritura de El ruedo ibérico, se reafirma sobre el tema, primero en mayo, ante una pregunta de José Montero Alonso relativa a sus proyectos teatrales:
Yo escribo de forma escénica, dialogada, casi siempre. Pero no me preocupa que las obras puedan ser o no representadas más adelante. Escribo de esa manera porque me gusta mucho, porque me parece que es la forma literaria mejor, más serena y más impasible de conducir la acción. Amo la impasibilidad en el arte. Quiero que mis personajes se presenten siempre solos y sean en todo momento ellos, sin el comentario, sin la explicación del autor. Que todo lo sea la acción misma. («Don Ramón del Valle-Inclán. Algunas opiniones literarias del insigne escritor de las Sonatas», La Novela de Hoy, 418, 16-V-1930; en Dru Dougherty, 1983, pp. 190-191);
y meses después, en una entrevista con Luis Calvo, insiste en ello:
Otra de las dificultades con que yo tropiezo es mi afición a dramatizarlo todo. Hay escritores que van detrás de sus personajes y les siguen la pista y cuentan todo lo que hacen. Yo necesito trabajar con mis personajes de cara, como si estuvieran ellos en un escenario; necesito oírles y verlos para reproducir su diélogo y sus gestos (Luis Calvo, «El día de... Don Ramón María del Valle-Inclán», ABC, 3-VIII-1930; en Entrevistas, conferencias y cartas, p. 434).
La impasibilidad arriba mencionada deriva, como ya he apuntado, de aquella "visión de altura" con que el escritor se proponía contemplar la realidad; al mismo tiempo, está en consonancia con las corrientes más innovadoras de la novela del siglo XX.
Si echamos una mirada a los alrededores de este texto, Tirano Banderas, que Angel del Río (1928) calificó como el mejor y más original de sus contemporáneos, percibiremos cómo encaja perfectamente entre las actitudes renovadoras del momento y podremos determinar con exactitud cuél es su lugar en el desarrollo de la narrativa española. Cuando Valle-Inclán publica su Novela de Tierra Caliente, la literatura española se halla inmersa en un mosaico de polémicas que iba a dar como fruto una de las etapas más intensas de nuestra Historia Literaria. La discusión acerca del agotamiento de la novela y de las posibilidades de renovación del género se desarrollaba en el marco de la ruptura que respecto a la tradición decimonúnica estaban planteando las vanguardias literarias desde finales de la década anterior y juntamente con los debates acerca de la función de la literatura y su responsabilidad histórica y social, que alcanzarán su máxima intensidad a finales de los veinte y durante los años treinta.
El debate acerca de la novela tuvo como centro la discusión que, desde 1915 y de forma intermitente, mantuvieron Pío Baroja y José Ortega y Gasset, y a la que se sumaron a lo largo de la tercera década del siglo otros muchos escritores y críticos. En aquella polémica, reavivada a finales de 1924, Baroja había defendido el realismo de sus novelas y rechazado el exceso de elaboración técnica que, según decía, corría el riesgo de ahogar la espontaneidad del escritor; Ortega, por su parte, en un extenso artículo publicado en El Sol (José Ortega y Gasset, «Sobre la novela», El Sol, 10, 12 y 31-XII-1924, 1, 2 y 11-I-1925; recogido luego en el volumen La deshumanización del arte e Ideas sobre la novela, Madrid, Revista de Occidente, 1925), abogaba por relegar el argumento a un segundo plano, detrás de la presentación de personajes y el anélisis psicológico: más que "en la invención de «acciones»", veía "en la invención de almas interesantes el mejor porvenir del género novelesco" (Ortega y Gasset, 1982, pp. 55-56); reivindicaba, pues, el filósofo una novela morosa en su planteamiento, de tiempo y espacio limitados, con un número pequeño de personajes, hermética en su relación con la realidad; y los modelos que proponía para esa renovación del género eran Dostoievski y, sobre todo, Marcel Proust. El novelista vasco respondió a Ortega con el «Prólogo casi doctrinal sobre la novela» que situó al frente de La nave de los locos (1925); allí defendía la preeminencia de la inventio sobre la técnica narrativa o la estructura, y consideraba que la morosidad y hermetismo que exigía Ortega no producían sino novelas "pesadas y aburridas", erigiéndose así Baroja en defensor de la libertad total del género y de la porosidad de la novela respecto de la realidad que la circunda, pues "el escritor puede imaginar, naturalmente, tipos e intrigas que no ha visto; pero necesita siempre el trampolín de la realidad para dar saltos maravillosos en el aire" (Pío Baroja, 1987, pp. 69 y 84).
Como otros muchos intelectuales, también Valle-Inclán iba a participar en la polémica, ante la que parece inclinarse por una vía alternativa que, además, apunta hacia lo que será su práctica narrativa en esos años. De entrada, se manifiesta en desacuerdo con el presunto agotamiento del género, vaticinado por Ortega; en su opinión,
La novela nunca podrá estar en crisis [...]. El otro día, Ortega y Gasset decía que se habían agotado los conflictos de la novela, porque el amor, la envidia, la maternidad, la usura y todas la pasiones que podrían servir de base para construir una novela, ya estaban suficientemente explotadas. Y es verdad. Pero no es verdad que eso signifique el agotamiento y la terminación de ese género literario. La novela existirá siempre. Aquellos conflictos han sido reemplazados por otros nuevos. Hoy no nos interesa Romeo y Julieta, pero en cambio nos emociona Sacha Jegulev, de Andreiev. Los conflictos del hombre con el Estado tienen para nosotros un relieve artístico mucho más destacado que cualquiera otros asuntos de la vieja novela... La vida es la que da normas al arte de novelar, y la vida cambia, pero no se agota («Don Ramón del Valle-Inclán da a la América española las primicias de su obra El ruedo español», Diario de la Marina, La Habana, 19 de abril de 1927; en Entrevistas, conferencias y cartas, p. 342).
En realidad, desde principios de esa década el escritor gallego se había mostrado claramente partidario de una novela que reflejara de los conflictos sociales contemporáneos:
—Soy radical en mis opiniones. Creo que los novelistas hemos estado perdiendo el tiempo. Tengo por cierto que sólo hubo dos autores de novelas geniales. Tolstoi y Dostoyevski. En España el ambiente ha sido hasta ahora muy pobre. Hemos escrito novelas de casas de huéspedes. Se hace indispensable cambiar los moldes y abandonar la insulsa novela de amoríos. Yo le digo a la juventud española que vaya a buscar sus novelas a la cuestión agraria de Andalucía y a la enorme tragedia que se viene desarrollando en Cataluña. Ahí está la cantera de donde han de surgir los grandes libros del futuro en España. («Ramón del Valle-Inclán en La Habana», Diario de la Marina, La Habana, 12-IX-1921; en Entrevistas, conferencias y cartas, p. 196).
Un pensamiento en el que incidirá años después:
Hay una vida española que no conozco y que sería muy interesante de novelar. Las luchas sociales de Barcelona, por ejemplo. El tipo del obrero que después de cenar tranquilamente coge la star y sale a por el patrono obedece a un estado psicológico interesante para analizar, para estudiar... [...] Está por hacer, en cambio, la novela de los que han de formar el futuro. No serán individuos, ciertamente, sino grupos sociales... España está en fermentación. Recoger este estado de cosas sería lo útil y conveniente; pero nadie lo hace. En cambio, se ha hecho la novela de todas las casas de huéspedes de Madrid... ¡Se conoce que por eso hay tantos hoteles!... (E. Estévez Ortega, «Los escritores ante sus obras: Valle-Inclán», Nuevo Mundo, 18-XI-1927; en Entrevistas, conferencias y cartas, p. 360-361).
Entre ambas entrevistas, otras declaraciones van matizando y desarrollando esas ideas. Así, por ejemplo, responde mediada ya la década:
[...] En el curso de la conversación le dirigí esta pregunta de viva actualidad, pues encierra, lo que pudiéramos llamar la cuestión literaria española de este año de 1925.
—¿Qué opina usted de la situación de la novela?
—Que está empezando— contestó rápido y categórico.
Como no esperaba la respuesta, ni tan pronto ni tan terminante, me sobrecogí. Don Ramón debió observarlo y continuó:
—Es decir, está empezando una fase del gran género que se llama novela, por lo mismo que está acabando otra. Basta saber un poco de historia, para darse cuenta del fenómeno. La novela, por su misma naturaleza, más que ningún género literario acusa las transformaciones ideológicas y poléticas de la humanidad. Sin remontarnos más que al período inmediato, al que ahora acaba, veremos que es consecuencia de la Enciclopedia y de la Revolución Francesa, de la exaltación del individuo, del individualismo, en una palabra. Ese período, cuyo primer maestro es Stendhal y cuyo éltimo representante es Proust.
—¿Usted cree que Proust es un tipo de final?
—Desde luego. Representa la exageración, la deformación, lo morboso, y éstos son siempre indicios de caducidad.
—Entonces, ¿usted cree que la novela ha pasado por su éltimo período?
—La novela individualista, sí; la novela en general, de ningún modo. Creo que empieza un período que pudiéramos llamar de novela de masas, en contraposición al de novela de individuos. El procedimiento será de una novedad radical; no una simple alteración en las mixturas de la receta, como es lo de Proust, que no es más que una "hiperplasia" del método, dentro del género individualista, al que se rebaja un poco la hinchazón y queda el procedimiento más antiguo y manido que se puede encontrar. La causa de esta transformación es muy honda, está en el cambio total respecto al interés que despiertan las cosas. Por de pronto, ha dejado de interesarnos el individuo, al menos se ha borrado del primer término, ante el interés mayor que despiertan en nosotros las colectividades, la Nación, el hecho social; se ven las cosas en conjunto. El individuo, centro del grupo social, no es más que un tic nervioso, algo que nos ayuda a modelarlo, un punto... («Don Ramón, la novela y el porvenir», 1925; en Juan Rodríguez, 1999, pp. 193-211).
En una conferencia impartida por el escritor en el Ateneo de Burgos en octubre de ese mismo año podemos encontrar ideas semejantes (v. Eduardo M. Montes, «Don Ramón del Valle-Inclán en el Ateneo», El Castellano, 23-X-1925; en Entrevistas, conferencias y cartas, pp. 286-287); también en otra entrevista concedida a Montero Alonso en 1926; o en otra conferencia impartida en Gijón a finales de ese año, en la que no cuesta reconocer algunos planteamientos aparecidos diez años antes en La media noche:
Considera que la mejor novela no es la que trata el tipo hegeliano, individualista, que tiene algo de narcisismo, sino la novela que trata de colectividades, de acciones colectivas. [...] La novela no es un producto individual, sino un producto colectivo, que se va formando en el transcurso de generaciones hasta que encuentra el artista literato que la recoge sintetizada. [...] El novelista ve la vida y la naturaleza desde su punto, pero como ambas cosas son una continua relatividad, la visión del novelista es falsa, y la más verdadera es la del pueblo, que tiene varias facetas. Por eso el verdadero novelista recoge sintetizadas las ideas y el sentir de los pueblos, y hace historia, porque toda novela de esta especie es verdadera historia («Valle-Inclán en Asturias: su conferencia del domingo en Gijón. Motivos de Arte y Literatura», El Noroeste, 7-IX-1926; en Entrevistas, conferencias y cartas, pp. 318-319);
Tiempo después, en la ya mencionada entrevista con Gregorio Martínez Sierra, declarará el autor:
Creo que la Novela camina paralelamente con la Historia y con los movimientos políticos. En esta hora de socialismo y comunismo, no me parece que pueda ser el individuo humano héroe principal de la novela, sino los grupos sociales. La Historia y la Novela se inclinan con la misma curiosidad sobre el fenómeno de las multitudes. («Hablando con Valle-Inclán de él y de su obra», 1928; en Entrevistas, conferencias y cartas, p. 396).
Frente a Proust, los modelos que propone Valle-Inclán serán el Tolstoi de La guerra y la paz, el Dostoievski de Los hermanos Karamazov y, sobre todo, el Facundo de Sarmiento. De hecho, las referencias del escritor a este éltimo van a ser frecuentes en esa época y su lectura se hace presente en la elaboración de Tirano Banderas (v. Dougherty, 1994 y 1999, pp. 149-161). Finalmente, en la polémica acerca del estilo y la técnica en el género, Valle-Inclán se distancia de Baroja para defender el "metro" en las novelas —"un metro que probablemente no sirve para maldita la cosa, pero que nos ilusiona, como las mil combinaciones a los jugadores de timba" («Don Ramón, la novela y el porvenir», 1925)—, aunque, y en ello coincide con el vasco, cada novelista tenga su forma particular de construir y elaborar el texto.
A diferencia de Baroja u Ortega, Valle-Inclán sí pareció percibir las posibilidades que las nuevas corrientes de vanguardia ofrecían a la renovación de la novela. Cierto es que la opinión que Valle-Inclán vierte acerca del vanguardismo hueco de manifiesto fue, en diferentes momentos, tan ambigua como polémica. El escritor gallego, sin embargo, incorporó a su obra posterior a 1920 elementos procedentes tanto del unanimismo como del expresionismo y del cubismo. No resulta, pues, extraño que algunos rasgos del esperpento valleinclaniano, fundamentalmente los que se derivan del distanciamiento estético, coincidan con la descripción que de las corrientes de la vanguardia literaria hiciera Ortega y Gasset por esos mismos años en La deshumanización del arte (1925):
La pesadumbre inevitable de este análisis quedaría compensada si se nos permitiese hablar con claridad de una escala de distancias espirituales entre la realidad y nosotros. En esa escala los grados de proximidad equivalen a grados de participación sentimental en los hechos; los grados de alejamiento, por el contrario, significan grados de liberación en que objetivamos el suceso real, convirtiéndolo en puro tema de contemplación. [...]
Ver es una acción a distancia. Y cada una de las artes maneja un aparato proyector que aleja las cosas y las transfigura. En su pantalla mágica las contemplamos desterradas, inquilinas de un astro inabordable y absolutamente lejanas. Cuando falta esta desrealización se produce en nosotros un titubeo fatal: no sabemos si vivir las cosas o contemplarlas. (Ortega, 199912, pp. 23 y 33).
Hay, por el contrario, otros aspectos de la interpretación que hiciera Ortega de las Vanguardias en los que Valle-Inclán no podía estar de acuerdo; en primer lugar, el carácter anti-popular que el filósofo, al confundir el adocenado gusto burgués impuesto como populismo estético con el gusto realmente popular, atribuye a dichas corrientes estéticas, y que contradice el interés de diferentes vanguardias por un arte del pueblo y para el pueblo —la atención que, por ejemplo, prestan al arte africano o la voluntad de subvertir la sacralización académica y elitista. Por lo que respecta al autor que nos ocupa, aunque algún cronista de la época dijera de Tirano Banderas que era popular "en el fondo, pero en la forma no", lo cierto es que el carácter carnavalesco del Esperpento y el protagonismo que en éste tienen los personaje y hablas populares denotan un conocimiento profundo de lo popular, en el más amplio sentido del término.
En segundo lugar, aunque no con menor importancia, tampoco debió de simpatizar Valle-Inclán con la presunta "intrascendencia" del arte de vanguardia, que Ortega deduce del anti-realismo y el anti-academicismo de dicho arte, y que interpreta de forma simplista como una carencia de responsabilidad social o histórica de los artistas e identifica con la puerilidad o inmadurez de las sociedades contemporáneas; en una entrevista ya mencionada, Valle-Inclán no oculta su "hostilidad a don José Ortega y Gasset, que pretende anular en los jóvenes la pasión política en beneficio de una situación dictatorial" («Don Ramón del Valle-Inclán da a la América española las primicias de su obra El ruedo español», Diario de la Marina, La Habana, 19-IV-1927; en Entrevistas, conferencias y cartas, p. 343); por otra parte, el Esperpento valleinclaniano venía a demostrar que su vocación sarcástica no estaba reñida con la responsabilidad histórica, sino más bien al contrario, puesto que, como ya se ha dicho, "el sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada".
Algunos años antes de que José Díaz Fernández, desde las páginas de El nuevo romanticismo (1930), hiciera una incitación al compromiso político de la literatura, a un "arte de avanzada" que superase el elitismo orteguiano, la obra de Valle-Inclán había hallado la síntesis expresiva que conjugaba la renovación vanguardista y la crítica sociopolítica. Por un lado, pariente próximo del expresionismo y del cubismo, el Esperpento se plantea como una ruptura buscada y consciente de la estética tradicional, de cualquier academicismo; entendido como la superación del dolor y de la risa, parodia y reniega de la tradición romántica; de construcción precisa y matemática, llama la atención sobre su propio entramado formal, se aproxima a esa concepción de la obra como artificio, como juguete. Por el otro, también expresa la responsabilidad del escritor, en cuanto que subvierte la estructura social hasta el punto de proclamar la revolución; se aproxima a la realidad del ser humano con la mirada descarnada de un naturalismo radical; asume, como ha señalado Dougherty (1998 y 1999), el anticolonialismo que manifestará aquel "arte de avanzada", pues el objetivo de su crítica son los sacrosantos valores de la España —en la Península o en América— tradicional.
No en vano, ya en 1920 declaraba el autor a Rivas Cherif, en respuesta a dos difundidas preguntas de Tolstoi, su opción por una literatura política:
¿Qué es el arte? El supremo juego.
Don Ramón considera que en cuanto el Arte se propone fines utilitarios, inmediatos, prácticos, en fin, pierde su excelencia. El Arte es un juego y sus normas están dictadas por numérico capricho, en el cual reside su gracia peculiar. Catorce versos dicen que es soneto, y el Arte, por lo tanto, forma.
Ahora bien ¿Qué debemos hacer? Arte, no.
No debemos hacer arte ahora, porque jugar en los tiempos que corren es inmoral, es una canallada. Hay que lograr primero una justicia social. («Respuesta de Valle-Inclán a las preguntas de Tolstoi», La Internacional, 3-IX-1920; en Dougherty, 1983, pp. 101-102).
En enero de 1923 la revista La Pluma dedicaba un número de homenaje a Valle-Inclán que tuvo como finalidad situar al escritor "en la perspectiva de la literatura militante de nuestro tiempo" (La Pluma, 23, enero 1923; cit. por Dougherty, 1983, p.150, n.182); y, meses después, Cipriano de Rivas Cherif decía del gallego: "Ya no le gusta el 'arte por el arte'. Cree que el escritor ha de ir con su tiempo. Hay que hacer, pues, literatura política. Y, por consiguiente, política literaria" (Heraldo de Madrid, 2 de agosto de 1924; recogido en Entrevistas, conferencias y cartas, p. 268).
No siempre se ha subrayado (sí lo hizo Darío Villanueva, 1989 y 1991) el valor aunténticamente innovador que, tanto Tirano Banderas como las novelas de El ruedo ibérico, tienen en la narrativa española y que se entiende un poco mejor si miramos a nuestro alrededor. En esos textos, Valle-Inclán está ensayando un tipo de novela que, como había postulado el Unanimismo de Jules Romains y desarrollado en Manhattan Transfer (1925) por John Dos Passos —con el que Valle-Inclán, según ha interpretado Enrique Turpin (2000), debió de coincidir en Madrid—, rechaza el héroe individual y busca reflejar el creciente protagonismo de la colectividad; elabora una estructura que, como en Les faux monnayeurs (1926) de André Gide o Point Counterpoint (1928) de Aldous Huxley, combina los diferentes puntos de vista con la simultaneidad y otras alteraciones temporales; es capaz, como hizo Joyce en el Ulises (1922), de romper los estrechos márgenes de la lengua literaria al uso, o de penetrar en la conciencia de un personaje —el Barón de Benicarlés, por ejemplo— para ofrecernos los "toboganes" de su pensamiento (Sexta Parte, Libro Tercero, I). No es mi intención, es obvio, defender el posible contacto directo Valle-Inclán con esas novelas, tan distantes de Tirano Banderas en muchos otros aspectos, sino subrayar que todas se encuentran en una misma encrucijada y que aportan soluciones muy diferentes, aunque a veces paralelas, a la crisis del género.
La importancia de esas últimas novelas de Valle se vio tristemente acrecentada por los acontecimientos históricos acaecidos tras la muerte del escritor en 1936. Es obvio que su ejemplo se halla en el camino que va de los Episodios nacionales de Galdós a las novelas de El laberinto mágico de Max Aub y, muy singularmente, a La calle de Valverde (1961). Seguramente Camilo José Cela pensó, entre otras, también en ella cuando planeaba esa novela, La colmena (1951), que abría las puertas a una nueva concepción narrativa en la España atenazada por dictadura franquista, pues a pesar de la censura, lo cierto es que la novela de Valle-Inclán fue reeditada en 1940 por la barcelonesa editorial Sopena. Está también, sin duda, próxima la obra del gallego al quehacer narrativo de novelistas como Gonzalo Suárez, Juan José Millás —tan aficionados ambos a los juegos especulares—, Luis Mateo Díez o Eduardo Mendoza, por citar tan solo algunos de los nombres más significativos de nuestra novela más reciente.
Similar impulso debió de tener una obra que, como ésta, ha entrado de pleno derecho en la historia de la literatura latinoamericana, en una narrativa que inmediatamente recogió el testigo de la innovación del género en lengua española. Si el peso de Tirano Banderas —junto con otras novelas coetáneas— es notorio en muchas de las características de la narrativa al otro lado del Atlántico, donde más claramente puede seguirse su rastro es en la línea que traza la nutrida nómina de la denominada "novela del dictador". En realidad, no puede decirse que la novela de Valle-Inclán inaugurase esa tradición; ya antes de 1926 el tema de la dictadura en la América Latina había sido tratado por una narrativa de pretensiones eminentemente políticas y con algunos puntos de contacto con la de Valle-Inclán; El matadero (1838) de Esteban Echevarría, Facundo (1845) de Domingo Faustino Sarmiento, o Amalia (1851) de José Mármol, demuestran que la nómina de dictadores anteriores a Santos Banderas que pudieron servir de ejemplo para la creación de éste no es escasa; en otra línea, como ya expuso hace algún tiempo Seymour Menton (1960) y más recientemente Teresa Huerta (1995), Nostromo (1904) de Joseph Conrad pudo ofrecer el ejemplo de ese escenario, Santa Fe de Tierra Firme, situado en ninguna parte y que posee rasgos de todos los paisajes latinoamericanos.
Desde el momento en que Tirano Banderas se incorpora a esa tradición es posible, sin embargo, rastrear algunas de sus características en la sucesión de obras que la nutren. Su eco ha sido analizado en novelas de la talla de El señor Presidente (publicada en 1946 pero cuya génesis hay que remontar, probablemente, bastantes años atrás), de Miguel Angel Asturias; Muertes de perro (1958) y El fondo del vaso (1962), de Francisco Ayala, exiliado en Buenos Aires en aquellos tiempos; Yo, el supremo (1974) de Augusto Roa Bastos; El recurso del método (1974), de Alejo Carpentier; o El otoño del patriarca (1975) de Gabriel García Márquez. Aunque, probablemente, su consecuente más directo, y en cierto modo opuesto, sea La sombra del caudillo (1929), la novela que Martín Luis Guzmán publicara en respuesta a lo que el mexicano, que no eludió los elogios literarios que la obra de Valle-Inclán se merecía, consideraba una falsificación de la historia reciente de su país.
No cabe hablar de imitaciones, ni siquiera, en algunos casos, de grandes semejanzas entre la Novela de Tierra Caliente y las arriba mencionadas, sino más bien de una fecunda veta que comparten y desarrollan. Y es que Valle-Inclán incidía de tal manera en la compleja realidad latinoamericana que su novela hace patente, no —como pretendía Pedro Sáinz y Rodríguez (1927)— que el autor hubiera reconquistado para la literatura española las perdidas colonias, sino más bien todo lo contrario: el despertar de la conciencia dolorida de una explotación colonial que, del cuarto al quinto centenario, había de contar con algunas mentes lúcidas en esta insensible y vapuleada piel de toro. |
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